El jueves pasado, tras una semana más bien intensa (vamos a dejarlo así), los portavoces de cultura de los cuatro principales partidos participamos en una debate de la fundación Alternativas. Abrió el fuego el compañero del partido socialista pidiendo disculpas por la imagen lamentable que todos habíamos dado en los últimos días.

No le contesté por el respeto personal que le tengo y porque no era el lugar ni el momento, pero cuando le vea a solas pienso decirle que estoy hasta la boina de repartir las culpas para no molestar a los que están envileciendo la vida parlamentaria.

Lo del miércoles en el hemiciclo fue una verdadera vergüenza, pero no me da la gana de sentirme cómplice ni partícipe del penoso espectáculo protagonizado por los diputados de ERC y, en menor medida, por los miembros del PSOE que se hicieron el avión para no darse por enterados de la ofensa al ministro Borrell. La presidenta del Congreso nos amonestó “a todos”. Pedro Sánchez sacó un tuit invitándonos a reflexionar “a todos”.

Así que el numerito lo montan los de siempre y los que tenemos que hacer examen de conciencia somos los demás. Que me perdonen unos y otros, pero yo no doy voces en el hemiciclo, no me llevo una impresora al escaño, no escupo a los ministros, no hago méritos para que me expulsen del pleno. Ahora resulta que tenemos que repartirnos las culpas entre los buenos, los malos y los regulares para que no se vayan a molestar Rufián y los suyos.

Hace mucho, muchos años, cuando estaba yo en el instituto, un profesor de matemáticas (gran maestro y persona excepcional) nos largó una bronca monumental a las cuarenta chicas de la clase por no prestar atención a sus explicaciones. Yo, que no perdía ripio porque detestaba la asignatura y me costaba un mundo entender el misterio de los logaritmos neperianos, salí del aula con los ojos llenos de lágrimas y una profunda sensación de injusticia. Esta semana me sentí como aquella cría de quince años que ponía los cinco sentidos en clase para intentar compensar su torpeza con los números, y a pesar de todo era víctima de una regañina colectiva porque cuatro gamberras hacían el tonto.

No sé por qué mi profesor de segundo de BUP me metió en el mismo saco que quienes alborotaban la clase, pero sí sé por qué lo hace Pedro Sánchez: porque sabe que las llaves de la Moncloa las siguen teniendo Rufián y sus colegas, y no quiere enfrentarse a ellos. Digan lo que digan los tuits cobardones de Sánchez, la mayoría de los diputados no tenemos nada de qué avergonzarnos. Los que la lían en el Congreso no somos “todos”. Son unos cuantos.  Unos pocos. Los de siempre.