Una cosa es que el PSOE quiera gobernar la España posterior al procés. Otra muy distinta es que pretenda gobernarla como si el procés nunca hubiera sucedido, ni obligara a revisar profundamente algunas de las estrategias de los últimos diez, veinte, treinta años. En esta distinción se resume parte de la impostura del legitimismo sanchista, ese argumentario armado tan a contrarreloj que, en ocasiones, raya la deshonestidad intelectual. Pues no otra cosa es el negarse a extraer conclusiones de hechos -graves- sencillamente porque estas conclusiones te resultan incómodas o te obligan a revisar tus anteriores planteamientos.

A los estadounidenses les gusta repetir eso de que "la definición de la locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados distintos". Las pegatinas del coaching atribuyen la frase a los sospechosos habituales (Albert Einstein, Mark Twain; seguro que alguna se la encasqueta también a Churchill), cuando parece que su autora fue la escritora de novelas de misterio Rita Mae Brown. Y tanto la frase como la conexión mistérica encajan bien con este PSOE abracadabrante, que ha decidido que la receta para la España posterior al procés debe ser exactamente la misma que se aplicaba antes de él. Por ejemplo: pretender que los responsables de cualquier tensión nacionalista no son tanto la ideología y los políticos nacionalistas como los ciudadanos y partidos que se niegan a aceptar sus planteamientos. O asumir que sale a cuenta, y que es hasta responsable, violentar la igualdad entre ciudadanos con gestos que puedan contentar a los secesionistas. O, ya puestos, plantear que la solución para todo es un nuevo Estatuto.

Todo esto quizá se podía sostener, aunque fuese desde el adanismo interesado, en 2010. En 2018 ya sabemos que estos planteamientos pueden ganar tiempo, pero poco más. Y hasta el egoísmo generacional tiene límites: cada vez vivimos más años. Uno pensaría que un partido que se reivindica como imprescindible para la democracia española tendría, al menos, la suficiente responsabilidad como para extraer conclusiones de nuestra crisis más grave desde el 23-F. Por ejemplo, tomando nota de que ninguno de los múltiples gestos que PSOE y PP han tenido con los nacionalistas catalanes durante los últimos cuarenta años impidieron la DUI de Puigdemont. ¿Por qué iba a suceder algo distinto con los que ha venido haciendo Sánchez desde que llegó a la Moncloa?

Para el legitimismo sanchista, señalar esto es vivir instalado en el conflicto. Pero la acusación parte de una nueva deshonestidad intelectual: quienes la lanzan suelen vivir instaladísimos en un conflicto, esto es, el que mantienen con el PP y ahora también con Ciudadanos. ¿O acaso el no es no era una jubilosa apelación a la concordia? Lo que define al sanchismo, en fin, no es su mayor o menor apetencia por el conflicto; es su elección de adversarios.