Dice así la RAE en la primera acepción del término: “Una cuadrilla es un grupo de personas reunidas para el desempeño de algunos oficios o ciertos fines”. De ahí mi sorpresa cuando, poco después de mi mudanza a Madrid, noté cierto reparo en los compañeros que me escucharon decir: “El sábado fui a una sidrería con la cuadrilla”. ¿No es la amistad un fin? Uno de ellos me confesaría tiempo después que me imaginó vestido de luces y rodeado por cuatro o cinco banderilleros.

No, no, escuchen. La cuadrilla es la forma de organización social más común en el norte de este país, por encima de la monarquía parlamentaria y la democracia. Se trata de un grupo que toma forma durante la adolescencia y que no se extingue hasta la defunción de sus miembros. “¡Magníficas amistades!”, pensarán los castellanos, madrileños o canarios. Pero no. En la cuadrilla uno suele tener a sus mejores amigos –a veces ni eso– pero también a sus más cruentos enemigos. La cuadrilla se articula de tal forma que sus integrantes no tengan que buscar nada más allá de sus inexpugnables fronteras. Como en una obra de Shakespeare, los cuadrillistas encontrarán entre ellos el odio, el amor, la envidia, los celos…

Desde su principio y hasta el final, los roles quedan establecidos con rigidez hitleriana. Hay un presidente, un mamporrero que se encarga de hacer cumplir los deseos del presidente, un emprendedor que aporta remedios al aburrimiento, un tipo popular capaz de conducir a sus correligionarios al borde del abismo… Una vez conocí a un empresario donostiarra que hizo fortuna en Silicon Valley. En verano, lloraba. Su prestigio se desvanecía ipso facto cuando pisaba la playa de La Concha. Allí siempre fue el pringadete. Y lo seguirá siendo.

El rasgo definitorio y definitivo de esta entidad que ha sobrevivido a la invasión francesa, las guerras carlistas y hasta a un golpe de Estado es el hermetismo. En la penumbra de los bares y sobre los adoquines de la cerveza, nadie osa acercarse a un grupo que no sea el suyo. Cuando el extranjero –entiéndase cualquiera que no sabe lo que es una cuadrilla– roza con las yemas de los dedos a uno de los humanos que cierra el círculo, genera la rebelión automática del conjunto, que aplacará con la peor de las perfidias el intento de socialización. Me entra la risa cuando escucho que la exclusión caracteriza la ideología nacionalista. El independentismo más feroz es una hermanita de la caridad comparado con la doctrina cuadrillil.

He visto a mujeres preciosas y a pacificadores a la altura de Gandhi estrellarse contra la armadura de las cuadrillas. Por la noche, los guardianes de estos archipiélagos ruralizados levantan sus espadas y protegen sus pieles de cualquier caricia externa. Conviene reseñar que una cuadrilla mixta es un experimento azaroso, que sólo se repite cada veinte o treinta años. Qué acertado aquel que dijo: “Follar en Pamplona no es pecado, sino milagro”.

A pesar de estas líneas, brindaré con mi cuadrilla en la próxima vuelta a la ciudad. Mi rol era el de escribir estas tonterías que tan poca gracia les hacen.