Agotado el santoral laico con el que identificarse, Torra ha decidido convertirse en Jesucristo. Es el paso lógico. Escalados los peldaños de Rosa Parks, Luther King, Gandhi y Mandela, ya sólo falta encarnar la esencia y bondad divinas.

Como Jesús de Nazaret, el presidente de la Generalitat ya nos anuncia su firme disposición a asumir su trágico destino: “Llegaré tan lejos como Puigdemont”. Toda religión necesita su credo, profetas, mártires... y el humilde Torra, nacido en un establo de Blanes, ya se ve como Cristo crucificado. Y después, la gloria.

La condescendencia del Gobierno hacia Torra, dando por inofensivas sus paranoias con el argumento de no dar pie a una escalada del victimismo nacionalista, se antoja peligrosa. Porque quizás se esté así potenciando la fiebre del enfermo.

Rajoy no era una fábrica de independentistas. O al menos, no más que lo fueron Zapatero, Aznar o González. La fábrica de independentistas es un sistema que inocula en la sociedad, desde la escuela y todos los medios a su alcance, la idea de que Cataluña padece una opresión histórica por parte de España.

Incomprensiblemente, la Administración ha renunciado a ejercer un mínimo control necesario para evitar la deslealtad institucional que supone utilizar los recursos públicos para destruir el propio Estado. Y cuanto más se tarde en corregir esa anomalía, más difícil, me temo, será devolver las cosas a su quicio.

Ni los catalanes son los parias de España ni el resto de españoles gozan de unos derechos distintos de los que disfrutan los catalanes. Qué obviedad. Por tanto, tal vez convendría renunciar a atemperar a Torra con actitudes que contribuyen a reafirmarle, a él y a su parroquia, en la falsa realidad de su creencia. Al menos, que no se diga que no lo intentamos.