Y con la de Dúrcal ya van veinticuatro víctimas en lo que llevamos de año. Lo único que tienen en común todas ellas es un aparato reproductor femenino. Han muerto porque eran mujeres, ni más ni menos. Ahora vamos a sus asesinos: todos hombres.

Hombres machistas que matan a SUS mujeres.

El posesivo es importante. El posesivo mata. Ellas y sus vidas les pertenecen, por eso las destrozan, porque cada uno con sus juguetes hace lo que le viene en gana. En algún momento ellas se dejaron ir, se abandonaron para dejar de ser y, por último, dejar de estar. Quién sabe en qué momento y por qué decidieron entregarles su voz, su alma y sus pensamientos. El depredador es así: huele tus grietas, mete sus dedazos en ellas y te convierte en pedazos de lo que un día fuiste.

No hay cura para la violencia machista, nadie va a resucitar a las veinticuatro, ni a los cientos, ni a las miles de mujeres muertas a manos de sus propietarios. Nadie va a borrar las hostias, ni las cicatrices, ni el miedo inmenso. No hay cura, pero sí hay vacuna.

Somos nuestras, solo nuestras: ese es el mantra y el antídoto. Nuestras por dentro y por fuera, en toda nuestra extensión. Infectemos las calles de autoestima y empoderamiento. Nuestras palabras, nuestras creencias y nuestras opiniones. Nuestros deseos, nuestro tiempo y nuestras decisiones. Nuestros bailes, nuestras minifaldas, nuestros escotes, nuestros pantalones ajustados y nuestros bikinis. Nuestras vaginas. Sus ganas, sus babas y su fuerza, en cambio, son solo de los falócratas. La culpa también es solo suya, de nadie más. Que no nos engañen, porque en este paisaje chamuscado en el que nos maltrata la historia y nos maltratan algunos, también nos maltratamos nosotras mismas. Nadie nos enseñó que la obediencia y el aguante no son virtudes, sino lastres insoportables, y que no vinimos a este mundo a satisfacer las necesidades de otros, sino las nuestras. Nos amamantaron con la creencia de que la entrega y el sacrificio son dignas de admiración. Buena esposa, buena madre, bien de masoquismo: derechita al cielo. Qué sarta de gilipolleces.

Las chicas friegan los platos mientras los chicos charlan en la mesa. Marimandona, repelente, sabionda. Competitivo, seguro de sí mismo, inteligente. Los micros desembocan en los macros y de aquellos barros, estos lodos. De los tocamientos en el metro a las múltiples Manadas. Del No me cabrees al navajazo final.

Y entonces nos encendemos; salimos a las calles; hacemos ruido; escribimos sobre el desgarro, la impotencia y la rabia. Estamos tristes por ellas y porque nosotras podríamos ser ellas. Porque lo hemos sido cada vez que mirábamos atrás al cruzar una calle oscura.

Perdón por las molestias. Algunos quisieran sacudirse del hombro a estas ciudadanas de segunda a las que se les indigestaron las ruedas de molino. Gritamos, arreamos puñetazos en la mesa, hasta aquí habéis llegado. Qué pesadas. Mejor asustadas, calladas, débiles. Muñecas hinchables a las que follarse en el parking de una discoteca, en un portal cualquiera. Están borrachas, no se resisten: tenemos barra libre, nos saldrá barato.

Pero resulta que ya tenemos prisa por sacudirnos tanta aberración de encima. Nos hemos dado cuenta de que el mundo no debería ser así, de que el miedo y el abuso no por comunes son normales. Por fin hombres y mujeres nos estamos despojando de ese sexismo ancestral con el que nos alimentaron incluso antes de nacer. Como apunta Rosa Montero en su libro Nosotras, estamos dispuestas a abrir nuestras fauces y escupir fuego. Lo hicimos en las calles el 8 de marzo, en las redes con el #MeToo. Reivindicamos en el día a día nuestro hartazgo; estamos rompiendo moldes, derrumbando fronteras. Una marea imparable ha comenzado. Ya era hora.