Alguien debería ponerse alguna vez en su lugar. Aunque tan sólo fuera durante un momento, antes de tomar las decisiones que corresponda tomar, teniendo en cuenta todo lo que está en juego, con arreglo a la justicia, la humanidad y demás principios de general aceptación e irregular observancia. Alguien debería imaginarse a sí mismo ahí donde están ellos, en la valla, a esa incierta hora del alba en que son lo único que se interpone entre varios cientos de seres humanos desesperados y dispuestos a todo y la redención con la que llevan tantos años soñando.

La otra noche más de veinte de esos hombres en los que nunca piensa nadie resultaron heridos. Les arrojaron cal viva, los rociaron con lanzallamas caseros, les volcaron baldes llenos de orina y excrementos. No vamos a juzgar con severidad a los que lo hicieron, empujados por el hambre de una vida mejor, o de una vida, sin más. No vamos a juzgar a nadie, que para eso ya están los jueces, a quienes incumbe aplicar las leyes y decidir si el estado de necesidad exonera penalmente la agresión a la autoridad y los demás delitos que pudieran haber cometido.

Lo que importa es levantar acta de los hechos, y tomar nota de una situación que con toda certeza volverá a repetirse. La próxima vez, a quienes tenemos ahí, a pie de valla, cara a cara con la avalancha que no va a cesar —que va a ir a más, en tanto no se atajen sus causas, en tanto en África siga aumentando la población, la miseria de sus gentes y la brecha que la separa del bienestar de Europa—, no les vendría mal contar con alguna estrategia alternativa a la de encajar estoicamente la embestida de los desesperados y evaluar después los daños sufridos.

Hay quien piensa que les va en el sueldo, aguantar el tipo frente a la cal y lo que les echen, y que pesa sobre ellos una suerte de pecado original que los hace acreedores a cualquier clase de quebranto o vejación, frente a los que carecen de toda legitimidad para responder. Hay quienes piensan la integridad y los derechos de los asaltantes son más importantes y dignos de protección, y no juzgan relevante ni alarmante que los hombres de la valla resulten lesionados en el desempeño de su labor.

Quienes aún creemos que la integridad y los derechos de todo ser humano son igualmente valiosos tenemos sin embargo la sensación de que quienes están ahí deberían contar con unos recursos y con un protocolo que preservaran razonablemente su salud, como la de cualquier otro trabajador. Que la misión que se les encomienda debería estar más clara, en sus medios y en sus fines, y no dejarlos madrugada tras madrugada al albur del coraje y la audacia de cientos de hombres resueltos a pasar. Si de lo que se trata es de que esos hombres pasen, no es necesario que lo hagan al precio de dejar maltrechos a quienes se postularon para el servicio público. Y si la política consiste en contenerlos, habrá que ingeniar una manera humana y segura de llevarlo a cabo. Quien debe decidir el protocolo y dar las órdenes puede tener la tranquilidad —y tiene por tanto la responsabilidad— de saber que los hombres de la valla le van a obedecer.