Recuerdo que cuando murió el Papa Juan Pablo II, mi santa madre deslizó una de sus verdades sencillas mientras preparaba el café de la tarde: “En la agonía todos somos iguales”. Tal vez la muerte y las pasiones sean la única democracia que conocemos, la única justicia posible aquí en la Tierra, porque arrasan igual al monarca que al pordiosero, al empresario que al currito, al obeso del jacuzzi que al raquítico al que le cortan el agua. Mientras el patrimonio y las nóminas nos separan, los orgasmos, las traiciones y el dolor de ese corazón que no es físico aún nos reconcilian y nos manchan de humanidad sin más raseros: qué alegría.

Claro que hay quienes se conocen en el garito más irrespirable de Malasaña y quienes van a romper en La Garganta, una finca de caza al sur de Ciudad Real, como les pasó a Juan Carlos I y Corinna. Claro que los explotados laborales van a refugiarse a zulillos alquilados de Lavapiés y los guaperas del business y la sangre azul se citan en dúplex en los Alpes suizos; pero en esencia, en esas habitaciones secretas sólo hay cuerpos chocando, pensando en aquello o en otra cosa, fumando un cigarro, enroscándose o dándose la espalda, mandando un mensaje tranquilizador al cónyuge engañado, burlando un rato a un patrón o a todo un país, como nos hacía a los españolitos el bueno del emérito, nuestro monarca del blanqueo.

Hay quienes se aman con vistas a un patio de corrala y otros que se entregan a 1.500 metros de altura, frente a los picos suizos nevados, y las visicitudes son gemelas. Sabes que te quiero, no hay mucho dinero, lo he pasado mal, cantaban los Tam Tam Go. Algo así le dijo Juan Carlos a Corinna en la incómoda conversación sobre la situación económica que viven todas las parejas, cada una en su capital. “Mira, soy pobre. Tengo sólo 20 millones de dólares”. Qué iba a hacer el hombre con esa calderilla. “Si tú quieres vivir conmigo tienes que trabajar, así que te voy a presentar a algunas personas, pero tienes que trabajar. Podemos ahorrar y entonces podremos vivir después de esto”, propuso el rey.

"Loco de amor"

Corinna, la hembra de alma aventurera, lo hizo: se aprovechó del panorama y se lió a hacer negocios mientras Juan Carlos la zigzagueaba con su diplomacia mamada en la realeza. Decía que estaba “loco de amor”, una promesa transversal en los hombres erectos, común al banquero y al taxista, ya les digo, una adoración dependiente, también, del buen riego de la sangre. “No tengo dinero, te puedo prestar la mitad”, le dijo él ante la compra de un apartamento en Suiza. “Después de un año pagué el préstamo”, resopla Corinna en los audios. “En mi cabeza siempre pensé que tenía suficiente dinero, porque cuando le dices a una mujer que estás loco de amor y no puedes pagar 1,5 millones de francos suizos por un apartamento...”, expone ella, angustiada. Claro: ahí algo va mal.

Y una mañana se levantó y tenía un terreno en Marrakech. Cuenta que recibió “regalos envenenados” que nunca disfrutó y que le obligaron a devolver. Cuenta que la estresaban las presiones. “Me ha puesto estas cosas no porque me quiere mucho, sino porque soy residente en Mónaco. No tengo el problema de declarar patrimonio”. Escuchándola, a ratos, su tono no es tan distinto al de una adolescente que queda con sus amigas en una terraza para despellejar a un novio pérfido, a un galán interesado y balbuceante. Ese sonido entre el viejo deseo, el despecho y la rabia por preservar la propia dignidad.

Otro desplante de libro es el que le hace Juan Carlos a Corinna a la hora de la verdad, es decir, a la hora de gestionar los tejemanejes del caso Nóos. "Han dicho: mejor Iñaki y Corinna que Iñaki y Cristina [...] todo esto es muy peligroso. Entonces, en 2013, en mi cabeza había cambiado una cosa porque me daba cuenta de que aquí me van a matar". Se acabó la luna de miel. Aquí arranca un episodio con tintes de El Padrino. De repente, el rey emérito desoye las campanas de la lujuria y responde a la llamada biológica, al ADN que le convoca. Cuando ella le pregunta por qué la ha abandonado en la cuneta, él lanza la declaración de intenciones definitiva: “La sangre es más fuerte”. Con mucho menos, Netflix ha cocinado series de éxito mundial.

Casado pero juguetón

Pero Juan Carlos aún le repite a Corinna que se comprometerá con ella, mientras a Felipe le asegura lo contrario, que nunca dejará a la silente Sofía, insignificante como una mesa camilla en el trastero: el emérito es tan terriblemente humano y está tan poco tocado por la gracia de Dios (aquello con lo que justificaban los monarcas su poder en la Edad Media) que reprodujo con exactitud el patrón del hombre casado pero juguetón del que nos viene advirtiendo la literatura universal y el cine de todas las épocas. Prometió. Jugó. Actuó. Mintió. Y al final, escogió no montar el zafarrancho. Escogió la falsa calma. La fotografía feliz con la esposa y los hijos; una vida ficticia y rota, construida para los ojos de los demás. Lo sintetizó Tolstoi: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero las infelices lo son cada una a su manera”. En eso, al menos, sí que es real la Casa Real.

Uno de los capítulos más poéticos, a mi gusto, arranca cuando Juan Carlos insiste en casarse con su amante y le entrega los planos del palacio del Pardo, como quien pone sobre la mesa las instalaciones de un pisito en Vallecas, un nido posible donde la vida será otra cosa. Según cuenta ella, él le propone compartir techo aunque hubiesen dejado de ser pareja; pero Corinna, en un arranque inusitado de feminismo, decide, después de tantos años, que no quiere ser “la otra”. Más bien “una de las otras”, porque se entera de la existencia de Sol Bacharach, querida también de nuestro protagonista.

Ningún ingrediente falla en este dramón que se nos revela estival: hay enfermedades (el cáncer del padre de Corinna y el tumor del propio rey), hay una viuda del terrorismo y problemas con el alcohol (ahí la secundaria Bacharach), hay hasta safaris y elefantes muertos en Botsuana. La débil salud del monarca fue lo que supuso el punto de inflexión en este romance corrupto y tórrido. La empresaria se quedó a su lado hasta controlar la crisis, hasta domesticar esa muerte que nos democratiza.

Del 'sweetheart' al 'fuck you'

Dice Villalonga que “ella pudo estar con el Rey cuando el Rey tenía opciones. Pero el Rey quería estar con ella y con otras más. Y cuando el Rey no tuvo ninguna opción... ¡Ninguna! O sea, no le funcionaba, no podía ni andar, entonces es cuando se enamora de ella. No me toques los cojones, hombre. Vamos a escribir un libro de eso". “Yo he sido la última”, admite Corinna, testigo final de la potencia sexual de un monarca con espíritu julioiglesiano. Juan Carlos llegó tarde al amor estable y a la fidelidad: sólo se rindió a ella cuando el miembro dijo “basta”, pero entonces ya no era correspondido. Qué capacidad de sacrificio la de los hombres bravos. Del “sweetheart” al que le tenía acostumbrado, Corinna pasó al “fuck you”, como revelan los audios: en esas dos expresiones se resume toda una paleta de colores emocional, toda una coplilla excitada y marchita.

La Historia de España, al final, se cuenta como todas las historias: mediante las dos fuerzas subterráneas y potentísimas que son el sexo y el dinero. Ya saben ustedes lo que dicen: “Todo va sobre sexo. Excepto el sexo, que va sobre poder”. Tal vez sea verdad que la muerte y las pasiones son nuestra única democracia, nuestra única justicia asequible. Pero qué hermoso sería que, al menos esta vez, los tribunales españoles le sacudiesen los privilegios a un rey ya desnudo a ojos de todos y le juzgasen como lo que ha demostrado que es: no más que un hombre.