Al ganar la moción de censura, Pedro Sánchez no consiguió solamente la presidencia del país: se garantizó también la máxima atención mediática y social durante los próximos meses. La Moncloa ofrecía un escaparate inmejorable para su discurso y sus propuestas. Es más, su escaso apoyo parlamentario hace suponer que esto es lo que verdaderamente buscaba; una estrategia inteligente dada la fantasmal irrelevancia que el PSOE venía proyectando desde hace meses. Los movimientos de Sánchez desde el 25 de mayo conformarían, así, una de las más brillantes campañas electorales de nuestra historia.

El problema es que tener la capacidad de abrir todos los telediarios no supone solamente un enorme privilegio, sino también una importante responsabilidad. Porque el nuevo estatus del PSOE como partido en el gobierno no supone tanto un escaparate como un altavoz de enorme influencia en el debate público. No debería ser una idea extraña para una organización que ha estado años denunciando la falta de ejemplaridad de Mariano Rajoy.

Por esto son tan decepcionantes las palabras de la ministra Batet, quien ha dicho que es urgente y deseable reformar la Constitución, y ha indicado que el nuevo Gobierno se plantea recuperar las disposiciones del Estatuto catalán anuladas en 2010. Es fácil quitar relevancia a estas declaraciones: al fin y al cabo, con 85 escaños y con los interlocutores independentistas echados aún al monte, lo más probable es que ambas propuestas se queden en nada. Y, sin embargo, el nuevo gobierno ya fracasa al desperdiciar una oportunidad de colocar el debate sobre un tema tan importante sobre unas bases sensatas y honestas.

En vez de suscribir implícitamente la tesis nacionalista de que el recorte del Estatuto fue una provocación injustificada, el nuevo gobierno podría haber explicado por qué se recortaron aquellas disposiciones. Exponer por qué el Constitucional consideró que no se podía crear un poder judicial independiente en una región del país, o por qué le pareció discriminatorio calificar el catalán como “lengua preferente” en detrimento del castellano. Es decir, ir al fondo del asunto para que los ciudadanos puedan debatir sobre él, en vez de quedarse en la superficie que tanto conviene al victimismo nacionalista.

Igualmente, el nuevo Gobierno podría explicar exactamente qué artículos de la Constitución considera que nos han llevado a la presente crisis institucional, y cuánto pesan en comparación con otros factores. Explicar, por ejemplo, por qué el problema de nuestro modelo sería el marco del 78 y no el comportamiento de las élites políticas que lo han venido gestionado. No quedarse en los artículos que convendría modificar, sino plantearse si hay uno solo que obligase a Pujol a robar a manos llenas y potenciar el marco nacionalista mientras PSOE y PP aplaudían su sentido de Estado. Plantear a los ciudadanos, en fin, cuál de los factores que han desembocado en esta crisis urge más corregir.

En la confección de su Gobierno, Pedro Sánchez captó perfectamente el ánimo de una sociedad en la que Ciudadanos lideraba todas las encuestas. Haría bien en comprender también que esa sociedad valora en Cs la negativa a aceptar la mercancía averiada y los tabúes interesados que han venido marcando buena parte de nuestro debate público. De lo contrario, Pedro Sánchez se encontrará pronto regentando un fantástico escaparate sin un solo cliente.