Pertenece a la condición humana, mezcolanza de glorias y bajezas operada por nadie, por el inveterado baile del azar con la necesidad. Advertimos de pronto deslumbrantes virtudes en quien ayer pasábamos por alto. Bastará con que advenga un elemento pringoso y resbaladizo, una especie de caramelo recién chupado, en las manos del ninguneado: el poder. ¡Qué caprichoso! Más exactamente: bastará con que lo parezca, pues, en democracia, el poder, en el sentido que se le suele atribuir, no existe. Una lección que aprenden demasiado tarde quienes no logran resistirse al caramelo y se lo llevan a la boca para escupirlo entre náuseas.

Repetiré para el lector descuidado que esto sucede en democracia, y vaya si España lo es. A quien diga que no, le pregunto: ¿Comparada con qué, con qué país, con qué sistema? Dime un país admirable y yo te cantaré las vergüenzas. Como en otras naciones cercanas, como en otros momentos en que se desató la hibris, los altos tribunales van llenos de lamentos. El “qué hay de lo mío” deja paso al “ay de mí”. Uno tras otro, desventurados campeones caen en los procesos, pueblan los sumarios, animan las vistas, alojan las celdas, someten su cogote antes erguido a la mano del oportuno policía que los escamotea en el coche. Ningún Bokassa casero, ningún Idi Amin regional se sale con la suya. Con la excepción de Jordi Pujol Soley. (La “i” me la guardo para Ponsatí.)

Hecha esta salvedad inexplicable, cuantos han confundido su espejismo de poder con la licencia para ser arbitrario y llevárselo crudo han acabado avergonzados en los noticiarios, embargados y enjaulados.

Hay una forma de contemplar el proceso catalán: los jerarcas nacionatas confundieron la excepción con la norma. O sea: dado que el "dictador blanco" (por parafrasear a Tarradellas) ha podido robar a manos llenas y en familia durante un cuarto de siglo, dado que cuanto más robaban más les respetaba esa cosa viscosa que un día se llamó "burguesía", dado que ni confesando alguna de sus vergüenzas cesan los nacionalistas de rendir homenaje al gran cleptócrata, dado que la ávida Hacienda deja de funcionar cuando se trata de él, dado que los gobiernos centrales se le han rilado siempre, dada -en fin- su tozuda impunidad... creyeron sus epígonos que todo el monte era orégano, y que si no les dejaban pujolear en paz, bastaría con enseñarle los dientes al Estado blandengue. Un farol que cualquiera adivinaba y que ahora confiesa Ponsatí.