No hay nada más reaccionario que la ideología: porque en ella la realidad ya ha quedado fijada en una momia esquemática; en la ideología ya está resuelta y solucionada la compleja y problemática realidad. La ideología es la gran máquina contra la realidad, hecha para aplastarla.

La ideología es útil en tanto visión sintética del mundo que sirve para la acción. Es un atajo simplificador, que puede ayudar a salir de la parálisis propiciada por el exceso de complejidad. Pero, en la medida en que vaya olvidando este carácter y vaya considerando que su simplificación operativa de la realidad ‘es’ la realidad, la ideología se enfrentará a la realidad. Su visión coagulada tiende a coagular la realidad líquida.

En un recomendable análisis de Arias Maldonado en ‘Revista de Libros’, “La ideología de la ideología” (parte I y parte II), se destaca la descripción que el politólogo italiano Giovanni Sartori hace de la ideología como “un sistema de creencias basado en 1) elementos fijos, caracterizado por 2) una alta intensidad emotiva y por 3) una estructura cognitiva cerrada”.

Últimamente vemos cómo muchos vuelven a acogerse a la ideología, a las ideologías; sin duda por ese “componente ansiolítico que –según Arias Maldonado– comparten con las religiones”. Cada vez más hay insinuaciones preocupantes de lo que en el siglo XX ya se desató, con catastróficas consecuencias. Y, como entonces, con políticos alentándolo irresponsablemente. Calentando en vez de enfriando.

Esta semana han sido las reacciones a la sentencia de La Manada. La indignación legítima –que en parte comparto– se convierte en otra cosa cuando la ideología se interpone; o, cabría decir, se antepone: porque la ideología determina la visión de antemano. Para ella no hace falta juicio, porque basta con su pre-juicio.

Junto con las críticas y las reclamaciones que fomentarán, quizás, leyes más justas (que, con todo, tendrán que seguir viéndoselas con los casos concretos que se vayan presentando), ha habido una turbia amalgama de pulsiones, excesos retóricos, pronunciamientos irracionales, desprecio por la separación de poderes y –lo más inquietante– la apelación al “veredicto social” al margen de los mecanismos legales. No ya legislar, sino enjuiciar en caliente. Sin juicio formal ni garantías procesales. Y a cargo no de jueces, sino de “la gente”, a la que se sitúa al borde de convertirse en horda.

Todavía hay frenos. Y estas manifestaciones se dan en el contexto de una población mayoritariamente civilizada. Pero a estas alturas ya sabemos que todo es frágil y que puede romperse en cualquier momento. El problema de promover la "horda correcta", si cuaja, es qué hacer cuando se presente la "horda incorrecta". ¿Qué argumentos usar, solo los de "contenido"? Si los fuertes, los que valen, son los formales, los institucionales: justo esos que se ha contribuido a debilitar.