Cabezuelo, 29 años, militar, el lobo más viejo de La Manada, lleva tatuada en el bajo vientre la locución latina “carpe diem” -aprovecha el día, vive el momento-: se le lee en una foto en la que se levanta el elástico de la ropa interior y se empieza a intuir el vello púbico. Me acordé de esa imagen cuando conocí el fallo de la sentencia: algo así es lo que le ha dicho la legalidad española -llamarla Justicia es demasiado ambicioso- al Prenda y sus compinches, y a todos los séquitos de desgraciados patrios que habitan nuestras fiestas y bares, nuestros callejones y portales: carpe diem, caballeros, sean misóginos hoy, humillen hoy, agredan hoy, violen hoy, que mañana ya veremos, con un poco de suerte los tribunales les asistirán. Erijan el miembro, señores, y sírvanse a su gusto, que hay otros mundos pero están en éste, como decía Paul Éluard.

La Manada” que conocemos, y que tuvo el detalle de bautizarse a sí misma para cercar el concepto, es sólo un caso público, pero cuántas catervas infectas campan hoy por aquí con relativa discreción. Yo los veo. Yo conozco a manadas light. Es el síndrome de “hoy salgo con mis amigos a follar”: llegan en grupo, etílicos e histriónicos, sobones y enfermos, y danzan en su ritual ansioso en busca del agujero. Porque las mujeres para ellos no son más que eso: una cavidad, un triunfo breve hecho surco. Muñecas intercambiables que reventar antes de marcharse a por la siguiente.

La manada light carece de neurona espejo, de empatía: tiene esa inmediatez, esa severidad y ese desafecto de las películas porno. Todos los caminos llevan al sexo. Bajo todas sus palabras y sus gestos late una pulsión: la penetración, la felación, el placer que confirma el propio poder. En la seducción no entienden de relato, porque no es otro ser humano lo que hay delante de ellos: sólo carne, labios, nalgas, pechos. La mujer no piensa, no tiene padres, no se enamoró una vez, no llora ni se frustra ni se ríe a carcajadas ni abraza a sus amigas ni se levanta todas las mañanas para ir al trabajo. No tiene sueños: es caza.

Yo he visto grupos de Whatsapp entre colegas donde se intercambian fotos en cueros de la zorra del otro día. El hombre compite contra sí mismo, contra sus compadres, y en ese juego infame “insensibilidad” es “testosterona”. Los lobos light tienen en común con los terroristas que deshumanizan a la víctima para poder machacarla. Y lo que ha hecho la sentencia de esta semana es darle cancha a esos grupúsculos, animarles en su causa: “Si un día se tercia y veis que os pasáis de rosca, no ceséis, no es para tanto”, les ha dicho el todopoderoso Código Penal. “Exprimid el momento, chavales”. Total: son nueve años, y serán menos. ¿No merece la pena acaso vivir al límite, seguir avasallando?

Creo en la justicia, no en el revanchismo. No estoy a favor de la prisión permanente revisable, pero tampoco avalo las rebajas de pena. Quiero una reforma legal que tipifique, sin abstracciones, casos como éste. No quiero a La Manada colgada, no quiero sus cabezas. Estos días, viendo algunas reacciones, he pensado mucho en aquel poema de Bertolt Brecht: “El odio contra la bajeza también desfigura la cara”. Me aterra que nos convirtamos en las bestias que pretendemos derribar. 

Entiendo que, mientras nos hacemos oír ante los legisladores -las manifestaciones, mejor en la puerta del Congreso-, las mujeres y los hombres buenos tenemos que protegernos entre nosotros e ir arrancándonos la costra del abuso normalizado. Hemos asumido ciertos mitos, ciertas maquinaciones. En algún momento de nuestra adolescencia, a las mujeres nos han hecho creer que si excitamos a un hombre tenemos que solventar el entuerto. Para las que no cedían a tener sexo porque no lo deseaban con un tipo ya erecto se inventó el término “calientapollas”. En el instituto nos dijeron que era mejor ser una “puta” a una “calientapollas”, pero en cualquier caso ya estábamos condenadas: por acostarnos con alguien, por decidir no hacerlo. 

Hemos aceptado la idea de que si alguien sube a nuestra casa o nosotras subimos a casa de alguien, tenemos que terminar practicando sexo. Si no, para qué. ¿Qué más hay? ¿Qué otra cosa de una mujer puede satisfacer a un hombre? ¿Por qué contemplar la conversación, la risa, el beso o el juego? Nos han arrebatado los matices, el elegir hasta dónde. Nos han explicado que un tipo con los testículos hinchados -por nuestra culpa- tiene derecho a follarnos y, si no lo consigue, a repudiarnos. A enfadarse, a violentarnos. Hemos comprado la tesis del hombre como animal. Yo a esta clase de especímenes les deseo largas y angustiosas horas de masturbación en su puto baño: hasta recuperar la urbanidad. La dignidad.

A las mujeres nos han enseñado también que tenemos que acostarnos con nuestra pareja siempre que él desee y como lo desee, porque aquí el pobrecito es siempre el embrutecido, el primario: conozco a hembras adultas que cierran los ojos y se dejan hacer -humilladas, muertas en vida- para contentar a sus maridos. Y para esquivar, así, los chantajes y desprecios que devienen de la falta de sexo. Ellas cumplen y ya. Esta es nuestra cultura; la de la mujer que complace, la de la mujer objeto: desde el bajo estrato a las instituciones. Por eso La Manada asumió que si la joven entraba con ellos al portal era sinónimo de que quería sexo. Por eso entendió que si besaba a uno, tendría que hacerlo con todos. Por eso un juez no ve delito: porque a él le salpican estas mismas mareas de mierda. Carpe diem, violadores. España -sus políticos y sus magistrados- están con vosotros.