El debate nacional sobre la prisión permanente revisable ha arrojado un saldo de frustración que tardaremos en olvidar. Y es una frustración poliédrica, fluida como un juego de serpientes y escaleras. Algunos están frustrados con sus enemigos ideológicos, otros con sus compañeros de partido, otros con la clase política, otros con el sentimiento popular, y así. Es cierto que las democracias avanzadas se tejen con mimbres enfrentados y pugnaces, y que la alternativa es ese Putin alegremente criminal que puede imponer las penas que le dé la gana ante una estruendosa ovación. Es decir, que hay razones para ver el vaso medio lleno, por poco consuelo que esto traiga.

Pero, precisamente porque vivimos en una democracia liberal, debemos ahondar en lo que sí se puede mejorar. Por ejemplo: una de las mayores frustraciones de estos días ha sido el éxito que ha cosechado un argumento concreto. Llamémoslo el argumento estadístico; ese que dice que, si comparamos estadísticas de criminalidad, España es uno de los países más seguros del mundo, que los asesinatos y otros crímenes atroces han ido disminuyendo durante los últimos años, y que esto demuestra que la permanente revisable es innecesaria. Este argumento se suele completar con la idea de que los ciudadanos tienen una percepción del problema psicótica y desajustada. Si comprendiéramos que la criminalidad ya es baja de por sí, y que el porcentaje de crímenes que puede impedir esta nueva medida es insignificante, nos dejaríamos de tanta tontería justiciera.

Es una argumentación que nos resulta familiar. La vemos reaparecer cada vez que hay un atentado islamista en algún lugar de Occidente y la esfera pública se llena de voces que nos dicen que no hagamos caso, que el número de muertes por terrorismo es insignificante en comparación con el de los accidentes de tráfico. La empatía con las víctimas y la preocupación popular se estigmatizan como una frívola necedad, propia de quienes no han tenido acceso a las hojas de Excel que les permitirían enfocar adecuadamente el problema.

Uno sospecha que el argumento estadístico debe parte de su éxito a su aura de sofisticación intelectual. Al hacer una performance del sometimiento de las pasiones a la razón, este argumento actualiza la dualidad cartesiana entre un cuerpo supersticioso y una mente que lo gobernaría a golpe de gráfico. Pero la realidad es más bien la contraria: presentar el empirismo como un fin en vez de como un medio también es una superstición. Porque, hasta que no sustituyamos definitivamente a los humanos por robots, deberemos seguir atendiendo al componente subjetivo y emocional del átomo constitutivo de nuestras sociedades. Un componente que podemos cuestionar y acotar, pero que no debe volverse sospechoso por su mera existencia.

Esto nos permite ver por qué el argumento estadístico resulta tan limitado como ciego. Limitado porque casi nunca se defiende de forma constante: cualquier estadística relacionada con la situación de las mujeres en la sociedad española, por ejemplo, demuestra el gigantesco avance de los últimos 50 años y la envidiable posición que ocupamos en los rankings internacionales de igualdad de género. Lo cual no impidió que muchos de quienes blanden hoy el argumento estadístico defendieran la movilización del pasado 8-M. Al final, hay pocas versiones del progreso que no impliquen que cosas que antes nos parecían pequeñas se vayan volviendo más importantes una vez se han logrado los objetivos anteriores.

Pero, además, hay algo profundamente acertado en la intuición popular, y que desborda la presunta sofisticación del estadístico. Tú, lector, sabes que si te asesinan mañana tu muerte será insignificante desde el punto de vista de la estadística: toda vida individual lo es en un país de 45 millones de personas. Y, a la vez, sabes que esto no impedirá que el impacto en tus allegados sea devastador. El dolor no sabe de números. Por suerte.

Al final, lo que se le pide a quienes derogarían la permanente revisable es que expliquen por qué esta pena no lograría salvar ni una sola vida. Yo me confieso agnóstico en el asunto, pero ya que estamos teniendo el debate tengámoslo en sus parámetros adecuados. La cuestión no es si el efecto de esta pena puede ser significativo desde el punto de vista de la estadística. El asunto se reduce a una sola vida. Una sola. El límite de lo que cada uno de nosotros posee, y de lo que le pedimos al Estado que proteja.