No hay unanimidad entre los paleontólogos sobre el período concreto, pero quizá fuera hace 180 millones de años cuando aparecieron los primeros mamíferos sobre la Tierra. Los seres humanos anatómicamente modernos tuvimos que esperar muchos millones de años para pisar el planeta. El Homo sapiens nació, se cree, hace unos 300.000 años.

Homo significa hombre; sapiens, sabio. Los humanos podemos resolver complejos problemas matemáticos, inventarnos a Dios y matarnos unos a otros por -supuesta y perversa- diversión. Incluso podemos -y con lamentable periodicidad lo hacemos- matarnos por ese Dios, o por cualquier otro.

También podemos amarnos; algunos, somos capaces de amar hasta la extenuación, incluso sin alguna razón que justifique o impulse semejante actitud. Si bien esto podría resultar obvio, ya que el amor –de verdad- y la razón –de verdad- ni se conocen.

Pensamos. Y podemos, al revés que las demás especies sobre la Tierra, imaginar el mundo sin nosotros. Podemos suicidarnos pacífica o incluso legalmente, en algunos sitios, o deleitarnos con un amanecer magnífico en otros, tal vez con el sol naranja surgiendo al final de un horizonte marino y azul. Podemos, también, aprender de nuestros errores -¿o tal vez no?-.

Y podemos ser felices, o infelices. O, más probablemente, considerarnos felices, o infelices. ¿Se imaginan a un ave que, sobrevolando la sabana de Zimbabue, se preguntara si es feliz? ¿O a un reptil tanzano valorando si devorar a un ñu resulta moralmente aconsejable? ¿O a un leopardo de las nieves de Bután reflexionando sobre el mal karma que le supondría atacar a un homínido?

Estos animales no procesan información abstracta como lo hacemos nosotros. Ni se preguntan hacia dónde van. Nosotros llevamos, sí, muchos años sobre el planeta. Pero no hemos aprendido tanto. Igual que al principio de los tiempos, seguimos matándonos, o explotándonos unos a otros. Igual que entonces, los hombres continuamos sometiendo a las mujeres.

Nunca en las historia de nuestra larga trayectoria terrícola mandaron ellas. Nunca nos han esclavizado o conquistado, más allá de cómo, aún ahora, a veces lo hacen: tierna, emocionalmente. Nunca nos han castigado, maniatado, violado. Ayer mismo, la Policía detuvo en Madrid a un hombre de 40 años que agredió y amenazó a su pareja. La joven, de 26, ya había denunciado a su marido en diciembre por malos tratos, pero al final retiró la denuncia. ¿Cuánto más habrán de aguantar algunas mujeres a sus parejas, que solo por ser hombres, y más fuertes, las violentan?

Hace ya más de 2.000 años que llegó el enviado de Dios –el mencionado más arriba, pongamos-, y aún no es posible afirmar que la situación de la mujer se haya equiparado a la del hombre. Quizá algo de paz, tal vez más igualdad entre los géneros, debió, o pudo, haber traído Jesús a este inmenso valle terrícola. Pero, que se haya podido saber, no lo hizo.

Y así, desigual, continúa manifestándose la evolución de los humanos. En nuestro país, ellas trabajan más en las labores domésticas; ellas cobran un salario un 13% menor por la misma labor; ellas atienden más que los hombres a las personas de su entorno que precisan cuidados. Y, por supuesto, hay muchas menos mujeres que hombres en puestos de relevancia públicos.

En el Día Internacional de la Mujer, las españolas y otras muchas ciudadanas del mundo, siguiendo la senda que señalaron las islandesas en 1975, detienen sus ocupaciones, agitan el país y hacen reflexionar al mundo entero.

Como en época de cavernas, tan lejana y tan próxima a la vez, sigue resultando necesario que remuevan los cimientos y zarandeen a todos, gritando la necesidad de no ser ni un minuto más lo que nunca pretendieron: el más débil de los sexos.