El Triángulo de la Nada es, entre otras cosas, escaleno. Ya empezamos mal: un triángulo antipático y sin simetría. Es, por otra parte, transnacional: según quien lo mire, une dos, tres y hasta cuatro naciones diferentes. El Triángulo de la Nada tiene su vértice más septentrional y oriental en la ciudad de Bruselas, el más meridional y occidental en la de Madrid y el del medio, comprendido en latitud y longitud entre los otros dos, en la de Barcelona. Quien tenga el antojo de desplazarse de un vértice a otro podrá hacerlo sin dejar de estar en la Nada: cambiarán, únicamente, el protocolo y la liturgia con que se expresa.

En el vértice bruselense está uno de los vicarios de la Nada más cumplidos de los que en época reciente se guarda memoria: tras ser, de forma sucesiva, president por accidente, ex president por destitución estatal fulminante, president legítimo en el exilio y president telemático in péctore, se ha lanzado a su última y fastuosa reencarnación, la de president que renuncia de manera provisional al cargo, reservándose el derecho a volver a ocuparlo en un futuro, mientras reclama todos los estipendios y gabelas que le corresponden como el ex que sólo a ese efecto acepta ser.

La fatiga ante tanta nadería, ante tan estrafalaria y penosa anteposición del interés de un individuo al de toda una comunidad -con total desentendimiento de los problemas que la acucian, y de los que dicho individuo jamás se ocupó, ni se va a ocupar-, es tal que hasta los suyos festejarían que se volatilizase.

En el vértice barcelonés, la Nada, merced a la suspensión de la autonomía y la parálisis encarnizadamente autoinfligida por su Parlament, tiene la mejor representación que soñar pueda: nadie. Salvo que se crea que es alguien el delegado del gobierno central encargado de poco más que mantener encendidas las luces, o los postulados para fungir de becarios del hombre de la Nada en Bruselas, desde prisión o en libertad bajo fianza, y sobre quienes sus postuladores no se ponen de acuerdo.

La situación, empero y aunque algunos se obstinen en no verla, no es mucho mejor en el vértice madrileño. El inquilino de la Moncloa, un superviviente sensacional, casi mitológico, se ve después de tanto sortear abismos sobrevolándolos todos a la vez: sin presupuestos ni votos para aprobarlos, con los pensionistas en pie de guerra, con su peor enemigo -que siempre es el más próximo en términos ideológicos- rebañándole cada día espacio en las encuestas y con dirigentes y amplios sectores de su propio partido entrando en pánico ante la amenaza de un hundimiento al estilo del Imperio Astrohúngaro. Y sin otra acción de gobierno que apretarse contra el fondo de la trinchera -aferrándose a la desesperada en sus leyes aprobadas en solitario, en los lejanos y hermosos tiempos de la mayoría absoluta- y confiar en que el enemigo gaste las balas de sus cañones sin destruirle.

Un proyectazo: la Nada en estado puro.