Se llama Julia, tiene cuarenta y nueve años y síndrome de Down. Es una de tantas personas que se esfuerzan por llevar una vida normal, y que muchas veces lo consiguen gracias a una inquebrantable fuerza de voluntad, al cariño de los suyos y a que esta sociedad, por fortuna, cada vez se toma más en serio la importancia de
integrarlos. El otro día, acompañada de sus hermanas, Julia decidió ir a una presentación comercial que se celebraba en el pueblo manchego donde viven. Allí llegó Julia, preparada seguro para aguantar una chapa sobre las bondades de sabe Dios qué producto milagroso o no, mágico o no, efectivo o no, y luego llevarse ese regalo que te prometen y que luego te dan o no.

Pero, según la familia de Julia y más testigos, uno de los organizadores tenía otros planes y pidió a las hermanas de Julia que se la llevasen de allí porque podía “asustar a la gente”, como si la pobre mujer fuese una especie de fenómeno de la naturaleza ante cuya vista el resto de la parroquia fuese a huir despavorida. Y se tuvo que marchar Julia, entre lágrimas, sin la charla que estaba preparada para recibir y sin el regalito que le habían prometido.

La historia no sucedió hace setenta años, en la España profunda, donde una mujer con síndrome de Down podía ser humillada, sino hace unos días, en plena segunda década del siglo XXI, en el que buena parte de la población ha ido aprendiendo el respeto debido al que es diferente. Quizá no todo el mundo esté preparado para moverse en una sociedad inclusiva, pero muchos, la mayoría, entienden de la importancia de tratar con cariño, o al menos con cuidado, al hombre o la mujer que se enfrenta a más dificultades.

No sé quién era el imbécil que echó a Julia de aquella sala, pero estoy segura de que la suya es una anormalidad en un mundo más abierto, más generoso y más comprensivo de lo que era hace cincuenta años. Por eso las redes, y los medios, y las barras de los bares se han indignado con esto como no se hubieran indignado en otro tiempo. Más allá del enfado inicial, el caso de Julia debería reconfortarnos: un cretino se ha llevado el revolcón de cientos, miles de personas que no entienden por qué una mujer con síndrome de Down es una molestia.

No sé lo que vende la empresa que maltrató a Julia, pero más les vale que sea tan necesario como el oxígeno. Porque en este momento tiene todas las papeletas para que nadie vuelva a comprarle ni una escoba. Y en eso es en lo que se nota nuestra evolución como sociedad: ya no permanecemos impasibles ante la injusticia, ante la inmoralidad, ante la miseria ética. Y hay que celebrarlo.