Podríamos pensar que la cosa no va tan mal. Si echamos un vistazo a los actores de los grandes envites nacional-populistas de estos años, nos encontramos con personajes y grupos en serios apuros. En EE.UU., Donald Trump ha cumplido su primer año de gobierno batiendo récords de impopularidad, mostrándose incapaz de desarrollar sus medidas estrella y provocando un bloqueo gubernamental que hundirá aún más su capital político.

En Reino Unido, el Partido Conservador sigue dividido por las negociaciones del brexit, y el UKIP combina su descenso hacia la irrelevancia electoral con un creciente caos interno -es posible que en estos días dimita su cuarto líder en año y medio-. España completa la terna, con un Podemos que baja en las encuestas y un Puigdemont que, tarde o temprano, y con mayor o menor dosis de colorido, se enfrentará a una situación judicial muy, muy dura.

Podríamos contemplar este panorama y concluir que la agitación personalista culmina necesariamente en la autocombustión; o que, al fin y al cabo, los modernos Estados de Derecho están bastante bien diseñados; o que el nacional-populismo termina generando anticuerpos emocionales e intelectuales en nuestro organismo social. Esta parecía ser la perspectiva de un activista del grupo Black Lives Matter, quien declaraba a la BBC que Trump acabará siendo bueno para Estados Unidos, puesto que habrá reforzado -por estricta oposición- un consenso liberal más sólido, más militante.

Sin embargo, olvidamos que parte del éxito de estos movimientos se ha basado en su capacidad para movilizar ciertas imágenes de sus respectivas naciones. Nos fijamos mucho en el carisma personal, en el contexto socioeconómico o en las dinámicas de las redes sociales, pero igual de importante ha sido el uso de unas ideas de la nación que tenían una larga historia y, por ello, un enorme poder simbólico y emocional. Porque, más allá de los mecanismos genéricos del nacionalismo, toda nación tiene un abanico de ideas específicas acerca de sí misma. Unas ideas que, encontrándose difusamente extendidas, siempre se pueden movilizar para fines concretos.

Trump, por ejemplo, movilizó a su electorado apelando a la idea de que Estados Unidos es una nación excepcional, la ciudad sobre la colina soñada por los puritanos del Mayflower, y que siempre ha sido intrínsecamente superior al resto de naciones del mundo. El UKIP y el ala eurófoba del conservadurismo británico, por su parte, recuperaron la idea de Reino Unido como la nación libérrima parapetada tras los acantilados de Dover, el país que durante siglos guardó su libertad y su independencia frente a los tiranos europeos.

Aquí, gran parte del envite nacional-populista se ha basado en recuperar la idea de España como nación fracasada. Según este mito, España no sería una nación normal ni bien hecha, sino un conjunto de comunidades dispares y mal cosidas, un Frankenstein entre lo hortera y lo criminal, siempre necesitado de una nueva tabula rasa que por fin imponga algo de luz y cordura al invento. O a lo que, para entonces, quede de él.

Nadie encarna esta idea mejor que los nacionalismos periféricos, pero también la podemos detectar en la cultura política de amplios sectores de la izquierda, e incluso -dependiendo del día- en la de algunos sectores conservadores. Es la imagen que lleva a tantas personas, dentro y fuera de Cataluña, a justificar las acciones de los separatistas con un “es que no hemos construido una idea inclusiva de España”; y también es la que explica que el tercer partido más votado a escala nacional, ese que basó parte de su atractivo precisamente en reactualizar el mito de la nación fallida -ahora no solamente por culpa de los Reyes Católicos, sino también por obra de Suárez y Carrillo- adopte con tanta naturalidad las tesis independentistas.

Las idas y venidas de los actores del populismo seguirán siendo noticia. Pero urge un debate más profundo acerca de las ideas concretas de la nación que han movilizado con tanta eficacia, y que son un ingrediente esencial de su éxito. Los líderes y los partidos desaparecen, pero la nación -y la forma en que decidimos imaginarla- siempre queda.