Tabarnia no se acaba nunca. Tras haber dominado las redes durante las Navidades y haberse colado en las conversaciones de todo el país, lo último de los promotores de la región ficticia ha sido nombrar a Albert Boadella su presidente en el exilio y difundir un brillante vídeo al son optimista de los Beatles. El fenómeno sigue siendo fundamentalmente lúdico, pero su magnitud da qué pensar. Entre las muchas incógnitas de la nueva fase en la que está entrando el conflicto catalán, quizá la más intrigante sea el papel que desempeñará la humorada en el debate público sobre y dentro de Cataluña.

Llama la atención, en este sentido, que asome cierta fatiga en algunos sectores del constitucionalismo ante el fenómeno tabarnés. Las prevenciones son razonables, y van desde la preocupación por estar descendiendo hacia la mentalidad nacionalista -el ‘a lo mejor alguien se lo toma en serio’- hasta el deseo de no invisibilizar a los constitucionalistas de Tractoria. Pero vale la pena ver el vaso medio lleno: Tabarnia ha logrado capturar la imaginación del anti-independentismo de una forma vibrante y distinta, y esto se antoja indispensable en la movilización a la que seguirá abocando el cerrilismo indepe.

Lo más curioso de todo es que los mimbres de Tabarnia existen desde hace mucho tiempo. Se suele cifrar el éxito de esta iniciativa en su función especular: Tabarnia habría colocado al independentismo ante las miserias de su propio discurso de una manera irreverente. Pero el gesto con Boadella recuerda que siempre ha existido una resistencia satírica al nacionalismo dentro de la propia Cataluña. Y la pregunta de dónde termina el derecho a decidir, y si no se extendería también a aquellas regiones que no quisieran independizarse, ha sido invocada muchas veces: el propio Albert Rivera la utilizaba en sus intervenciones en el Parlament.

Lo único nuevo que parece aportar Tabarnia es una concreción geográfica. Aporta ríos, bosques, municipios, mapas. Es un aspecto aparentemente ramplón y, sin embargo, de una enorme potencia simbólica. La nación será una comunidad imaginada, pero la imaginamos como un ente físico, cartografiable. Su presunta corporeidad la convierte en ese “punto medio entre el detalle local y el teorema global” –a decir de Tony Judt en Pensar el siglo XX– que seguimos encontrando indispensable a la hora de imaginar nuestra existencia en común, nuestros proyectos colectivos, nuestra defensa mutua. Incluso las fantasías utópicas se suelen basar en la ilusión de un correlato territorial. Tomás Moro se cuidó de ubicar la isla de Utopía en la costa de Brasil, próxima a Cabo Frío, y de llenar su libro de mapas y toponimias.

Uno puede reivindicar la superioridad del pensamiento etéreo y cosmopolita, y también puede cuidarse de que la parodia no derive en parodia de sí misma. Pero el éxito de Tabarnia muestra que el arraigo de una serie de principios y sentimientos en un espacio concreto tiene un poder evocativo tan incontestable como útil. Aunque, bien pensado, esto también estaba disponible antes. Era el mapa que veíamos todos los días en el telediario, a la hora del Tiempo.