En la misiva dirigida a los suyos, Oriol Junqueras no puede haber sido más elocuente ni expresivo. En lugar de pasar las Navidades con los suyos, como había llegado a esperar y sí han logrado algunos de sus compañeros, tan presuntos rebeldes y sediciosos como él, le va a tocar vivir las fiestas en una prisión «del extrarradio madrileño». Lo que vendría a ser más o menos como la tundra siberiana, o peor, de acuerdo con el imaginario independentista catalán, que deja ver así sus costuras.

No vamos a sumarnos a quienes festejan que una persona celebre las fiestas privado de libertad, y menos aún a quienes no se hacen cargo ni se duelen de la amargura de su familia en este trance. Entre otras cosas, porque Junqueras está ahí por haber arrostrado las consecuencias de sus actos, con la coherencia y la gallardía que no tuvo uno que desde Bruselas invoca una autoridad moral de la que carece, y que por el contrario el recluso de Estremera, que no hace alarde de ella, bien podría exhibir.

Ahora bien, para quienes se empeñan en presentarlo como un preso político, tampoco está de más recordar que el cesado vicepresident económico de la Generalitat se ve en esa situación por orden de un juez, y por serle imputadas conductas no sólo antijurídicas sino gravemente lesivas de los derechos y el patrimonio común de sus conciudadanos, previa investigación de la Guardia Civil en funciones de policía judicial. Esto es: del mismo modo y por las mismas razones por las que se vieron como él, incluso en ese mismo centro penitenciario del extrarradio madrileño, muy relevantes dirigentes del partido hoy gobernante.

Habrá quien alegue que la conducta de Junqueras estaba inspirada por motivaciones políticas, y no por el sórdido lucro personal. Y ello es cierto, pero no disminuye la gravedad de los delitos que se le imputan, ni atenúa sus consecuencias: por esas razones políticas en las que cree, y que ha tratado de hacer valer al margen de la ley, Junqueras no sólo ha empobrecido las arcas públicas y la economía catalana, sino que ha contribuido a que entre los catalanes se abra una fractura social que ha producido sufrimiento a aquellos por cuyos intereses debía velar.

El futuro no pasa, con toda seguridad, por mantener como recluso a quien tomó un camino ilícito por convicción política y lo demuestra al no eludir el peaje que esa ilicitud comporta. Pero tampoco por perseverar en convalidar y reivindicar una forma de proceder que además de conducir al independentismo al fracaso y la represión penal, ha arruinado el crédito de Cataluña y los cauces para el diálogo de las muy distintas sensibilidades que conviven en el seno de su población. A las elecciones del 21 de diciembre no cabe pedirles que obren un milagro: bastaría con que de un lado y de otro se renunciara a resolver el futuro sin contar con el disidente, y desde ahí empezar a construir un camino viable; uno que, para empezar, no obligara a nadie a pasar la Navidad contra su voluntad en el extrarradio madrileño.