Por más que se desee minimizarla la noticia es relevante, inquietante e incluso resulta espectacular: el partido en el que se apoya el gobierno ha sido imputado por una juez de instrucción de Madrid, por los presuntos delitos de daños y encubrimiento. También van en el mismo paquete unos cuantos responsables de su aparato organizativo, lo que no es en absoluto baladí; pero que la fuerza política que sostiene al ejecutivo responsable de cumplir y hacer cumplir la ley se vea señalada, siquiera sea de modo presunto, como autora de una conducta delictiva, supone una erosión sensacional, que debería mover a reflexión.

Cuando el gestor de la cosa pública queda en entredicho, como posible infractor grave de las normas establecidas, se abre una fea caja de Pandora, de la que emergen los más repelentes y contraproducentes monstruos. Quien tiene por costumbre no acatar las leyes encuentra en ese ejemplo, tan aparatoso, una confortable coartada para restar trascendencia a sus conductas antijurídicas. Quienes tienen por objetivo, ya sea instrumental o principal, el descrédito o el desmembramiento del Estado, se ven reforzados por un argumento fácil, contundente y ante algunos definitivo: quién va a querer permanecer integrado en un país cuya gobernanza está encomendada a quienes ignoran su deber de someterse al derecho cuando la conveniencia les dicta otra cosa, a una organización que en su calidad de tal se ha visto imputada como posible autora de una acción criminal.

El día que alguien decidió en la calle Génova destruir los ordenadores del inefable extesorero Luis Bárcenas es probable que conjurara algún peligro, pero lo hizo al precio de convocar un mal en absoluto menor. Lo que contenían esos ordenadores habría sido nocivo de una forma concreta y limitada, la que se derivara de las personas y acciones que en ellos constasen. Lo que ya no contienen, convertido en sustancia de la imaginación, se ha transformado en un potente tóxico, de perfiles indefinidos y ampliables al gusto del consumidor más malévolo. Y lo que es peor, han producido el más desairado de los efectos: arrojar una sombra de sospecha general sobre una formación política que se contagia, dado su papel actual, al conjunto del sistema.

Frente a ese riesgo, y a su interesada utilización por los que buscan echar abajo el edificio común, se alza la resuelta decisión de la juez instructora, y corresponde a la Audiencia que recibirá los autos examinarlos y juzgarlos con absoluta independencia y extraer de ellos, con arreglo a la ley, las consecuencias que procedan. Hasta ese momento habrá de reservarse la apreciación definitiva sobre la causa. Si acaba con un partido, y nada menos que el del gobierno, condenado por primera vez en la historia, hará falta algún argumento más allá de ese tan socorrido de que las responsabilidades políticas las absuelven las urnas.