Es la única manera de comprender el discurso de algunas personas, capaces de realizar afirmaciones tan sensacionales que provocan el estupor general, y que, lejos de matizarlas, enmendarlas o, simple y saludablemente, desistir de ellas y pedir excusas por haberlas propuesto en algún momento, se enredan, para justificar lo que en mala hora se les escapó, en una espiral de patrañas y paparruchas, que las conduce a las más abruptas cimas y los más profundos abismos de la ficción y el disparate. Lo que a estas personas les sucede, a todas luces, es que se han peleado de manera irrevocable con la realidad, en la que no encuentran asidero para sus objetivos y sus proyectos y contra la que presentan una impugnación general de la que extraen sus esperanzas, sus certidumbres y aun su propia identidad.

Entiéndase lo anterior en sus justos términos y sin llevarlo más allá de ellos: no se trata de una objeción contra la invención de ficciones, un noble y arduo arte contra el que además haría muy mal en manifestarse quien esto escribe (amén de resultar, en su caso, una actitud bastante incoherente). De lo que aquí se trata es de ese plus, en modo alguno necesario, y por lo común nada conveniente, de elevar la ficción de elaboración propia a la categoría de exigencia veraz y perentoria para los demás.

Hace varios días que la candidata de ERC a las próximas elecciones, Marta Rovira, viene dando esta sensación, a cuenta de su laboriosa y precaria fábula sobre la amenaza de masacre que supuestamente le habría sido dirigida. No es la primera vez que esta líder del independentismo nos interpela con discursos extravagantes y difícilmente comprensibles, pero en esta ocasión ha llevado el pensamiento pantanoso que la caracteriza a niveles nunca vistos, que alarman, por su frivolidad e irresponsabilidad, cuando los alcanza quien se está postulando, nada más y nada menos, que para encarnar la máxima representación del Estado ante los siete millones de ciudadanos de Cataluña.

Otro tanto puede decirse del inefable ex president de la Generalitat Carles Puigdemont, autoproclamado president en el exilio (lo que no deja de ser congruente con una visión de la jugada, de acuerdo con sus ideas, aunque formalmente no lo sea) pero también, que es lo que a estos efectos importa, héroe de la patria catalana llamado a inspirar placas en el callejero y estatuas en las rotondas. Los verdaderos y sufridos patriotas están chupando mazmorra en Estremera; él, tras darse a la fuga, se beneficia de un confortable stage en Bruselas, financiado, según todos los indicios, con dinero distraído al contribuyente catalán.

Es la misma sensación que tiene uno al escuchar a cinco hombretones declarar que una chica de 18 años consintió que la arrollaran como una manada de búfalos y la dejaran tirada en un portal: hay demasiada gente con una relación problemática con la realidad, y cuando se los suelta por el mundo son agentes de toda suerte de catástrofes. Deberíamos revisar en qué medida la educación que tenemos propicia estos descarrilamientos.