Se escucha el día. Se pone en marcha. Tú no, tú esperas un minuto. “Uno más, por favor”. El minuto más valioso del día. Ese que tiene más segundos que el resto. Click. Fin. Acabó. La luz, sin aviso, entra por las rendijas de la ventana y se oyen los pasos del vecino en un ir y venir de prisas, de apagadas carreras, tímidas y similares a las de ayer. Oyes una cafetera silbando con coquetería que no es la tuya y otra ducha salpicando otro cuerpo que tampoco es el tuyo. El tuyo, tu cuerpo, sigue desperezándose en la cama, sin ganas de levantarse, pero con la necesidad de hacerlo. No hay más minutos.

Fin de la hipoteca.

Hay un momento en la cama en el que sobras, como si las sábanas te echaran porque quieren quedarse solas.

Lo haces, te levantas. Te desnudas, te evitas en el espejo, te metes en la ducha, te retiras el pelo de la cara, te despiertas, te enjabonas, te lloran los ojos, te tocas, te secas, te vistes y buscas la cocina a tientas, como si Lorca hubiera ambientado el pasillo con pañuelos negros. “Enciende la luz, por favor”.

La cafetera que suena ahora es la tuya, pita con menos coquetería. Abres el cajón de los cuchillos que siempre tiene cucharas, eliges en un casting absurdo y remueves la sacarina que forma la osa mayor en la superficie negra. No despiertas. Tú crees que sí, pero es mentira. Sigues en la cama enredado en la pereza.

Te vistes del todo, te perfumas y coges las llaves.

Otros como tú han hecho lo mismo, un montón de cuerpos ha repetido la acción idéntica en otras ciudades, otras camas, otras duchas y otras cafeteras. Tic, tac, tic, tac. Somos exactos y repetidos.

Ahora mismo, al parar de escribir y remover el café ya frío, pienso en la erótica del desayuno. En esa ansiedad febril de comerse algo que te apetece, de repetir con otra galleta, otro mordisco; la mantequilla sobre la piel del pan, más café caliente y algo de chocolate para suspirar fuerte. La mermelada que mancha, el yogur frío, el zumo exprimido. Pienso ahora en la pastilla anticonceptiva de omeprazol, en la forma que tienes de secarte la boca, en los labios mordidos, en tu forma de recoger las migas con la palma de la mano, en las greñas mojadas sobre tu frente, en la gota de agua que te secas con papel de cocina y en esa otra que ha ido a mojarte el cuello con lascivia. El erotismo de la taza acabada, de la toalla en el suelo, de las ojeras con nombre, del abrazo exacto y de los posos del café que –supongo- hablan de mañana. De otra mañana.

Sigo en la cama. No me levanto. Escribo de memoria. Ese minuto ha sido más largo de lo necesario. Llego tarde. Tú ya no, tú me lees. Y piensas en tu desayuno de mañana, en la ducha, en los pasos del vecino, en el cuerpo ajeno y en lo breves que son, a veces, los minutos deseados.