Permítanme que les cuente una pequeña anécdota familiar.

Hace unos meses, un miembro de mi familia, llamémosle X, ingresó un par de noches en el Hospital Universitario Valle de Hebrón de Barcelona por un pequeño accidente sin mayor gravedad ni interés. A X le tocó compartir habitación con una mujer de unos sesenta años que lo primero que hizo al ver entrar a mi familia por la puerta fue decirle a su marido “ya te dije que nos iba a tocar gentuza”. Lo dijo en catalán y arrastrando la doble S, gentussa, que para los que somos de aquí es la prueba irrefutable de que te encuentras frente a un independentista pata negra en pleno ataque de pacífico, democrático y tolerante brote de xenofobia.

Sabe Dios que mi padre, que cuenta 72 años y que es independentista, no ha sido llamado precisamente por los caminos de la diplomacia, así que logré arrastrarlo fuera de la habitación cuando ya el primer ¡pagesa buidaampollas! (algo así como “labriega dipsómana”) asomaba por su boca y la tragedia se mascaba en el Valle de Hebrón.

Mi padre: ¿Pero te la puedes creer a la burriciega esa?

Yo: Bueno, no tiene importancia. Igual la pobre mujer está mal de la cabeza.

Mi padre: ¡Pero si yo soy tan catalán como el que más!

Yo: Igual no iban por ahí los tiros, papá.

Mi padre: ¡He estado a punto de decirle que soy socio de la ANC y de Òmnium, que la Guardia Civil me ha puesto ya cuatro multas y que he estado en la cárcel!

Yo: Tú no has estado nunca en la cárcel, papá.

Mi padre: No. Y las multas eran de tráfico. ¡Pero el resto es verdad!

Yo: Igual la mujer y su marido son catalanes franquistas. También los hay de esos, ¿eh?

Mi padre: ¡Pues entonces le habría dicho que mi hijo escribe en EL ESPAÑOL y que colabora con Losantos!

Yo: Hombre, gracias, papá, ¿qué insinúas?

Mi padre: QUE EN ESTA FAMILIA HAY DE TODO Y QUE NI A INDEPENDENTISTAS NI A FACHAS NOS GANA NADIE.

Déjenme que, ya puestos, les cuente una segunda anécdota familiar.

En casa de mis padres los regalos de Navidad se dan en Nochebuena. Cada año pactamos un presupuesto fijo por regalo e intentamos no sobrepasarlo porque para eso de la Navidad nosotros somos muy de la igualdad socialdemócrata. Con una excepción. Cada 24 de diciembre, sin fallar uno solo, mi padre le regala por sorpresa a mi madre una lata de caviar beluga iraní. Si alguna vez han visto a una leona defender a su cachorro de una jauría de hienas entenderán muy bien cuál es la relación de mi madre con el caviar y el peligro que corre cualquiera que ose acercarse a su lata.

Y ahí, cuando mi padre saca la lata de caviar, empieza una escenificación de sobreentendidos digna de contemplarse y hasta de subirse a Youtube. Mi padre finge que esa lata de caviar es un extra coyuntural que no lleva repitiéndose anualmente desde hace treinta o cuarenta años. Mi madre finge sorpresa mayúscula. Mi padre finge que le sorprende la sorpresa fingida de mi madre. Mi madre finge que a ella, en realidad, tampoco le gusta tanto el caviar y nos ofrece a los demás compartirlo equitativamente. Nosotros fingimos que tampoco nos gusta tanto el caviar y le cedemos gustosamente la lata para que dé buena cuenta de ella sin remordimientos.

Y no es que en mi familia tengamos el paladar de corcho. Si la lata fuera de un extraño, ya les digo yo que nos abalanzaríamos sobre ella como un chucho callejero famélico sobre un perol de Friskies. ¡A manguerazos nos iban a tener que dispersar a los Campos! Pero una lata de caviar se finiquita en media docena de cucharadas, una madre es una madre y tampoco es cuestión de andar rebañándole la tapa entre los seis o siete que nos reunimos ese día alrededor de la mesa. Así que nos limitamos a picotear de ella testimonialmente y aquí paz y después gloria. ¿Hipócritas? No, joder, no: civilizados.

En Cataluña deberían aprender de mi familia. Porque en mi familia, los independentistas y los fachas (entiendan por facha cualquiera que no sea independentista) presumimos los unos de los otros como uno presume de un hijo feo sacándole parecidos rocambolescos con Paul Newman. Y luego, fachas e independentistas organizamos en Navidad nuestra propia versión del café para todos autonómico y hacemos la vista gorda frente a los pequeños privilegios de algunos miembros porque en el fondo todos sabemos que en esta familia se vive como Dios, que peor es trabajar y que hoy por ti y mañana por mí. Pero ni mi padre es un cabrón capaz de decirle a la loca de turno que a él no lo miren porque aquí el único facha es su hijo, ni mi madre es una egoísta capaz de exigir a voz en grito media docena de latas de caviar bajo la amenaza de levantarse de la mesa y largarse a mejores pastos con los regalos de su familia bajo el brazo.

Porque en mi familia, oigan, no hemos sido educados en un corral de cabras. En mi familia estamos educados. Bien educados