Abróchense los cinturones, los ojos y las orejas. Está a punto de caer sobre los Teatros del Canal, como una bomba atómica de pesimismo y de redención –parece raro, pero todo junto es posible…-, Vania, el montaje de Alex Rigola del clásico de Chéjov. Cabe en un dedal (en una cajita, no más de 60 espectadores apretujaditos y sin permiso para ir al baño…) y cabe en cuatro actores que andan como Pedro por su casa, con su misma ropa de bajar al súper y llamándose en escena por sus propios nombres: Ariadna (Gil), Irene (Escolar), Luis (Bermejo) y Gonzalo (Cunill).

Lo que ha hecho Rigola con este Chéjov es compactar, extraer el aire. Envasar el alma humana al vacío. Recuerdo los primeros montajes que vi de este director, en la loca escena teatral catalana de los años 90… Recuerdo que al principio mucho me fatigaba el empeño de Rigola de entrar en todos los clásicos que le daba la gana como elefante en cacharrería. Poniendo por ejemplo a todo el mundo en pelotas y a pegar gritos. Con el tiempo le he ido cogiendo un gusto y un respeto que no me caben en el cuerpo. Supongo que parte de lo que sucede es que Rigola y yo hemos crecido juntos. Hemos escalado paredes distintas para encontrarnos juntos, vaya, tú por aquí, en la misma cima. Él ha pasado de dinamitar textos sagrados a acelerarles las partículas y penetrar en lo más hondo del misterio. Yo ya no me resigno a pasarme sin su mirada, la de Rigola, que es como ir al teatro llevando unos anteojos 3-D.

Podríamos dejarlo aquí de no darse lo otro. El temita. Ay. Hace poco alguien me comentaba que uno de los efectos secundarios del separatismo es reforzar el centralismo del talento. Durante décadas mucha gente valiosa y lista salió pitando de Euskadi, preferentemente dirección Madrid. Otro tanto pasa hace rato en Cataluña. “Madrid lleva tiempo ganando, y Barcelona perdiendo, con esta fuga de cerebros”, me analizaba hace nada un melancólico.

Sin duda esto ha sido especialmente visible en el campo del teatro. Primero fue Josep Maria Flotats. Luego, Albert Boadella, a quien Rigola vino a sustituir (en un 33 por ciento por lo menos) en los Teatros del Canal. Claro que Rigola, de momento por lo menos, supone un caso bien distinto. Él anunció su dimisión del Canal a raíz de la supuesta represión policial exagerada en Cataluña durante el 1-O.

No voy a juzgar hoy esto. No tengo ganas. Hoy sólo tengo ganas de hablar de algo que profundamente me entristece: que una vez más la política ponga puertas al campo del talento. Mucho ha llovido y pasado desde que Rigola anunció que dimitía, mucho digo se ha dicho donde altísimas personalidades decían Diego, razones no faltarían para volver todos a empezar como si no hubiera pasado nada. Rigola incluido.

Saben, cuando anunció que dimitía yo pensé: a lo mejor lo hace porque cree que si sigue como si nada al frente del teatro estrella de Madrid, tal y como están las cosas, no se lo perdonarán en ningún teatro de Barcelona. Y a lo mejor él no quiere ser un apestado profesional en Cataluña como asumieron ser Flotats y Boadella. A lo mejor Rigola, que además es biológica y creativamente muy joven –aunque él diga en las entrevistas que ya le pesan los años y el existencialismo…- ha pensado que no se puede permitir ni un centímetro de tierra quemada.

Pues yo desde aquí lo que quiero decir, a quien corresponda, es que los creadores deberían tener la opción, jamás la obligación, de liar el petate creativo por limitaciones políticas. Incluso, o con más razón, puñeta, cuando crean en teatros públicos, sostenidos con los impuestos de todos. Que tenemos derecho a lo mejor. A los mejores.

Ojalá hubiera manera de parar muchos de los disparates que se han visto y se seguirán viendo estos días. Ojalá este noble y conmovedor Vania no fuera una despedida. Que els déus et guardin el camí, Alex. Per anar i venir de tot arreu.