No podía salirles bien. Algo intuíamos, pero desde que ha quedado en evidencia la pasta de la que están hechos unos y otros, la pretensión de los líderes independentistas catalanes, esos que se propusieron la machada de imponerse al Estado y sus servidores, se ha vuelto cómica, esperpéntica, chiripitifláutica. Los que se hallaban a los mandos de ese procés supuestamente sofisticado y maquiavélico han demostrado ser una partida de incompetentes, una pandilla de gente sin coraje y, lo que es peor, unos insolventes de tomo y lomo. Es verdad que enfrente tenían a algún que otro responsable político cuya solidez no es como para tirar cohetes. Pero el Estado no es sólo quienes en cada momento lo dirigen. El Estado es también los profesionales que tiene a su servicio, y a quienes puede recurrir para resolver las crisis. Y ahí la desigualdad ha quedado patente: los aprendices de brujo que quisieron apropiarse de la Generalitat no tenían frente a estos profesionales la más mínima oportunidad.

Se ha venido viendo, de una u otra manera, en las últimas semanas. Un indicio nada desdeñable fue la eficacia con que la Guardia Civil, a las órdenes de la autoridad judicial, iba dando con las teclas y los vericuetos de las distintas malversaciones, infracciones y sediciones que se consumaban desde el campo independentista. No pudieron dar con las urnas chinas, eso es cierto; pero todo lo demás lo sacaron a la luz, y se las arreglaron para convertir el referéndum fundacional de la República Catalana en una yincana caótica a la que, aparte de los adictos, sólo podrían dar crédito Julian Assange y paniaguados varios.

La traca final, sin embargo, ha llegado con el duelo en la cumbre de la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena, encargado de instruir las diligencias abiertas a raíz de la querella presentada contra ella y de resolver sobre su situación personal. Frente a la pastosa declaración de Forcadell, aleccionada por su abogado, en la que para librarse de la cárcel no ha dudado en retractarse, desdecirse y hasta despachar como ficción simbólica lo que hace nada proclamaba con toda solemnidad, el magistrado se ha calzado un auto tan consistente como demoledor. Un texto en el que basa una decisión a la vez inteligente y jurídicamente fundada, dejarla en libertad bajo fianza, y caracteriza sin tapujos la gravedad de unas conductas ilícitas, irresponsables y dañinas para los derechos de los ciudadanos y el interés general.

Es la diferencia, la clamorosa diferencia, entre un experto profesional de la justicia, curtido en su oficio y buen conocedor del Derecho (y de Cataluña, donde ejerció dos décadas), y una aficionada sin el menor bagaje elevada a una responsabilidad que la sobrepasa. El auto del magistrado Llarena no es sólo para consumo interno: está construido para pasar airosamente el test del Tribunal de Estrasburgo, si llegara. Una pésima noticia para el fugitivo de Bruselas, otro amateur al que cada día que pasa se le pone más difícil seguir haciendo aspavientos de mártir.