Es significativo que el video titulado Help Catalonia, que Ómnium Cultural difundió hace unas semanas con el fin de denunciar la presunta represión en Cataluña, fuese una copia de otro video realizado años antes por manifestantes ucranianos. Porque el nacionalismo catalán lleva años configurando su discurso a base de imitaciones y referencias externas, a veces reconocidas y a veces no.

Primero pretendieron ser la Dinamarca del Mediterráneo, luego los gandhianos de Europa y luego afroamericanos en su lucha por los derechos civiles. Después fueron gays en Marruecos o kurdos en Turquía; el horizonte político en un momento fue Escocia, luego Kosovo, luego Eslovenia; y así hasta la fase actual de pretender ser abertzales en democracia, luchadores antifranquistas, opositores a Putin.

La imitación está en el ADN del nacionalismo. Como señaló Benedict Anderson, los movimientos nacionalistas se mueven en la paradoja de presentar a su patria como única en el mundo a la vez que siguen los mismos parámetros que todas los demás: banderas, himnos, canon nacional, conflictos fundacionales, mitificación de figuras a las que se presenta como padres o madres de la patria, Otros extranjeros contra los cuales definirse, etc.

Sin embargo, el nacionalismo catalán en su versión procesista no parece moverse tanto en el terreno de la imitación como en el del plagio. Una imitación, al fin y al cabo, requiere un esfuerzo por ponernos a la altura del modelo que se pretende imitar. El plagio, en cambio, consiste en apropiarse del esfuerzo y sacrificio de otro (o de otros) y presentarlo como propio. Se suele pensar que lo que define al plagio es si la fuente original se cita o no, cuando son más significativos tanto el tipo de apropiación que se hace como su finalidad: por un lado, ahorrar esfuerzo; por el otro, dar la impresión de que uno es mejor de lo que es.

Una de las razones por las que el plagio resulta atractivo es que, a primera vista, parece una falta menor. Una picaresca sin víctimas. Si un trabajo ya está publicado o colgado en la web, si el autor ya ha sacado los réditos que esto le podría reportar, y si de todas formas todo es en nombre de una causa mayor (pasar la asignatura, obtener el doctorado, conseguir otra publicación con la que presentarse a una plaza), ¿qué más da que copiemos un par de parrafillos? Del mismo modo, ¿qué les puede importar a los restos óseos de Gandhi y de Rosa Parks que digamos que nosotros estamos pasando por lo mismo que ellos?

El plagiario se desentiende así del efecto que su acción tiene sobre el sistema. Si un alumno que ha hecho las cosas bien obtiene un 7 y un alumno que hace trampas obtiene otro 7, no es solo que la nota del primero pierda significado: es que todas las notas dejan de tenerlo. Lo mismo sucede con los títulos de doctor, o con el sistema de publicaciones. Una clave comparativa que nos debería servir de orientación ante casos distintos se termina diluyendo en una pantomima.

El efecto es, así, el de una devastadora banalización. Como aquella en la que incurre el nacionalismo cuando compara sus tribulaciones con el sufrimiento de los afroamericanos en la Alabama de los 60, con el de los militantes comunistas durante el franquismo, o con el de los actuales opositores a Putin y Erdogan. En este esfuerzo por presentar un movimiento como más digno y agónico de lo que verdaderamente es, el sistema de comparaciones pierde todo significado. Y el mundo conceptual que legamos a las nuevas generaciones se vuelve un poco más banal, un poco más arbitrario y un poco más corrompido del que nos legaron a nosotros.