La tentación está ahí y la entiendo. ¡Vaya si la entiendo! Pero sería conveniente no confundir la urgencia de acabar con el proceso independentista con la importancia de acabar con el independentismo. Porque mientras el primero es ilegal, ilegítimo y racista, el segundo sólo es ilegítimo y racista. Conviene recordar también que el objetivo del artículo 155 es acabar con el procés, no con el independentismo. Que a día de hoy sigue siendo legal en nuestro país, guste más o menos la cosa.

Legal como lo son el comunismo, el franquismo o la exhibición pública de simbología nazi, por ejemplo. Un complejo de inferioridad democrático como otro cualquiera. Pero los ciudadanos españoles votan lo que votan y a día de hoy no existe el apoyo social necesario en España para ilegalizar los partidos de odio. Tampoco parece haber excesivo interés en reformar una ley electoral que privilegia a los votantes rurales frente a los urbanos y a los partidos regionales frente a los nacionales. Así que con estos bueyes debemos arar, y darnos de cabezazos contra la pared de esa carpetovetónica tara del sistema político español no nos acercará ni un milímetro a la solución.

Siento decepcionar a aquellos que fantasean con un 155 eterno que disuelva en el éter al 50% de los catalanes que hoy votan supremacismo, pero eso no va a ocurrir ni en dos, ni en seis, ni en doce meses. El independentismo ha tocado techo pero la implantación de un régimen victimista e insolidario en Cataluña ha costado cuarenta años de gobiernos nacionalistas, cuarenta de connivencia y abandono por parte del PP y del PSOE, y decenas de miles de millones de euros a cargo de los contribuyentes españoles. Y eso no lo van a desmantelar ni el PP ni el PSOE así se les conceda un millón de años de 155. Porque el problema no es la falta de tiempo sino de voluntad política para operar al paciente y librarlo de su tumor endémico.

Aceptado lo anterior, sólo queda la realidad. Es decir una España de dos velocidades. Una que hizo la transición a la democracia en 1978 y una que se quedó atrás, anclada en la vieja España franquista, luchando contra el dictador en los universos paralelos de su cabeza. Es la España negra de Podemos, Ada Colau, ERC, la CUP, el PDeCAT y Jaume Roures. Les voy a contar un secreto: el independentismo a día de hoy no supera el 20% de los votantes catalanes. Las mismas cifras de siempre en Cataluña. Jamás se ha movido de ahí. El resto son revolucionarios de postal, alérgicos a la democracia capitalista, extremistas de izquierda, populistas, trepas, ventajistas y, obviamente, fóbicos al PP. Cabalgando todos ellos una ola que tiene más de moda ideológica que de cambio de paradigma social.

El reciclado de esos catalanes independentistas/nacionalistas/antidemócratas a la democracia ni es tarea del 155 ni tiene quien lo desee con mando en plaza. Bastante hemos hecho convirtiendo la estrellada, como dice Arcadi Espada, en el emblema de una nueva derrota histórica (y van ya unas cuantas) del independentismo catalán. Pero el 22 de diciembre, TV3 y Catalunya Ràdio seguirán diseminando mentiras, las escuelas catalanas toqueteando a los niños y los catalanes no nacionalistas tragando multas, marginación y desprecio en el nuevo régimen neopujolista. Si una victoria aplastante de Inés Arrimadas y un PSC arrinconado entre el independentismo y la democracia no lo remedian, claro está.

Si los catalanes no nacionalistas somos el precio a pagar para que el nacionalismo conduzca a Cataluña hasta su definitiva decadencia económica, política y social entre espasmos de ridículo y la chirigota del resto de Europa, sea. A fin de cuentas, y como decía José Ortega y Gasset, “no es cosa tan triste eso de conllevar”. Sobre todo cuando no te queda otra y al menos te queda el consuelo de ver cómo aquellos que quieren echarte de tu país derriban a martillazos y sobre sus propias cabezas las paredes de la casa en la que han vivido tan confortablemente durante los últimos cuarenta años.