Ni los más curtidos de la región dan crédito a la rapidez con la que se han desmoronado las paredes de cartón piedra del teatro. Ese en el que durante los dos últimos años se han representado las mejores obras del procés: Al futuro se llega en tractor, Siempre nos quedará Europa (y su secuela ¿Europa? Por la E de Europa no me sale nada), Ay Los Jordis Ay, No son autonómicas que son la libertad o la preferida de Oriol Junqueras y Carme Forcadell: Vosotros a Soto del Real y yo a Bélgica.

No sería de extrañar que durante las semanas que faltan hasta las elecciones del 21 de diciembre algunos animados, pongamos por caso Enric Vila, Pilar Rahola, Jordi Graupera o los periodistas de La Corpo, insistieran en seguir representando algún drama desgarrador sobre las ruinas de lo que queda del procés. Este martes, varios medios catalanes insistían aún en llamar presidente de la república a Carles Puigdemont haciendo gala de una moral indestructible que yo sólo le he visto antes a ese amigo que intentó ligarse a Alicia Vikander entrevistándola para su blog cuando esta ya andaba tonteando con Michael Fassbender. Aunque bien es sabido que el subidón producido por esa melosa droga autóctona catalana conocida como independencia es de bajona lenta y atropellada vuelta a la realidad.

Entiendo las sospechas y las ganas de ensañamiento penal de aquellos que dudan que el independentismo haya muerto. Yo mismo he caído varias veces a lo largo de las últimas semanas en la ciclotimia. Era difícil no hacerlo a pesar de la evidencia de que el independentismo es un gigante con los pies de barro cuya única fuerza proviene del complejo de inferioridad con el que ha sido gestionado por el Gobierno central.

Pero sobre el derrumbe del procés no caben dudas a día de hoy. Las elecciones autonómicas del 21 de diciembre y el pavor de ERC y el PDeCAT a la pérdida de sus salarios han devuelto al independentismo a la casilla de salida. A esos años 80 y 90 en los que el catalanismo coqueteaba con la idea de mayores cotas de soberanía pero que se conformaba siempre y en última instancia con alguna dádiva del Estado central. Frecuentemente, la promesa de mirar hacia otro lado frente a las prácticas corruptas de la oligarquía local. La de las cien familias.

¿Pruebas? Santi Vila, exconsejero de Empresa de la Generalidad, saltando del barco  para ofrecerse como candidato del centroderecha catalanista y suplicar “una independencia ajustada a derecho como la de Escocia”. Es decir la vuelta al estatus de región con privilegios. O el pinchazo de público el pasado viernes, el de la declaración de independencia, cuando apenas 15.000 independentistas se reunieron en los alrededores del Parlamento catalán. La rapidez con la que los Mossos se han sometido a las órdenes del Estado en cuanto este ha hecho acto de presencia en la fiesta. Los miembros del Gobierno catalán asumiendo su cese sin rechistar para no empeorar su negro futuro penal. Los funcionarios catalanes resistiendo la aplicación del 155 con la beligerancia con la que lo haría un niño frente a un cubo de golosinas.

Y no es sólo que el independentismo no tuviera plan A, ni B, ni C, pensado para el día después de su romántica declaración de independencia. Es que su efectividad en la práctica ha sido similar a la que tendría una solemne declaración mía atribuyéndome la propiedad de la Luna. Fantasearon con el reconocimiento internacional y sólo lograron (pagando) el de Assange y Yoko Ono. Fantasearon con el hundimiento de la economía española y 2.000 empresas, decenas de miles de turistas y miles de millones de euros huyeron de Cataluña. Fantasearon con cientos de miles de catalanes ocupando las calles tras la declaración de independencia y un millón de catalanes las ocuparon el domingo. Pero con banderas españolas y lanzándole vivas a la Constitución.

Aun más. Fantasearon con romper el consenso político labrado durante cuarenta años de democracia y el que se ha roto es un Podemos en rápido descenso hacia los porcentajes de voto de la IU más irrelevante de los años 90. Fantasearon con una Cataluña convertida en paraíso fiscal, imán de talento empresarial, académico y científico, reconocida y financiada por Israel, y se les llenaron las calles de tractores y de militantes de la CUP con camisetas antisemitas. Fantasearon con una independencia de aluvión y ahora mismo andan buscando excusas para justificar su participación en unas elecciones autonómicas convocadas por Mariano Rajoy al amparo del artículo 155 de la Constitución. “Me iré del Congreso en cuanto se declare la independencia” dijo uno. Ahí sigue, inasequible al desaliento y agarrado con las muelas al sueldo que le pagan los españoles que él desprecia.

“No leáis prensa españolista de aquí al 21 de diciembre” dicen sus mesías. Necesitan mantener la fantasía en pie para que la máquina de regalar subvenciones no caiga en manos de Inés Arrimadas. En realidad, da igual que lo haga o no. El independentismo ha muerto y nadie que esté vivo ahora en Cataluña verá jamás la independencia de la región. Quizá los catalanes que están por nacer la vean algún día. Pero lo dudo. Catalanes, el procés ha muerto. Larga vida al neopujolismo.