«La hora del lobo es el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere y la mayoría de los niños nacen; cuando las pesadillas vienen por nosotros». La frase está tomada de La hora del lobo, la película de Ingmar Bergman a la que, para los que la hemos visto, remite el momento actual: ese que nunca iba a llegar pero llegó, ese que nadie quería pero todos han buscado, con un ahínco demasiado unánime como para que fuera mínimamente posible que no lo encontraran.

En teoría, y según se nos quiso vender, el enroque de Rajoy en el escaque de la Constitución petrificada sería suficiente para que el independentismo desistiera de su proyecto, afectado de taras diversas de inoportunidad, inconsistencia e inviabilidad, amén de su ilegalidad y de la insolidaridad con el resto de los ciudadanos españoles. Según la vieja máxima del Tao, vigente en Moncloa hasta extremos escalofriantes, «es por el no hacer por lo que se gana el Universo» y «el que quiere hacer no puede ganar el Universo». Esta es la hora en que se certifica el fracaso de semejante estrategia: con la partida nada ganada, y frente a una consumada y calamitosa declaración de independencia, el taoísta mayor del reino ha tenido que poner en marcha un artículo de la Constitución inédito y escrito con el deseo de jamás tener que utilizarlo, por cuanto comporta una actividad desaforada y nada apetecible. Nada menos que la demolición temporal de un ala del propio edificio, lo que implica una tarea suplementaria y aún más laboriosa: la que hará falta para poder reconstruirla, a fin de devolver al conjunto su integridad y su normalidad.

Frente al lobo que representa semejante cúmulo de actos de suspensión, intervención y restauración (con el temblor que provoca en los muros que nos albergan y la aprensión de que el remedio agrave temporal o definitivamente la enfermedad), asoma del lado independentista otro lobo no menos temible. Un lobo feroz, por más que sus frívolos propagandistas lo minimicen cantando victoria desde antes de la subrepticia votación del 27 de octubre; ese acto que pasará a los anales por ser la primera vez que los bravos defensores de una causa elevada e inexorable la proclaman bajo el tapujo del pío, pío, que yo no he sido.

Con la declaración unilateral de independencia, el soberanismo catalán se permite provocar al Estado, a la Unión Europea y al mundo entero, excluidos aquellos que por cualquier razón tienen alguna cuenta pendiente con España o Europa, y que pesan lo que pesan. Tras ella, a los así provocados no se les deja otra opción que reaccionar. Al gobierno de España, porque tiene el deber inexcusable de proteger a sus ciudadanos, incluidos los que viven en Cataluña y han visto ignorados sus derechos; a la Unión Europea, porque el ejemplo catalán, de cundir, daría a sus enemigos el cartucho con el que poder dinamitarla a placer y por sus cuatro esquinas; al mundo, porque nadie se abraza a un cuerpo social convulso, espera tranquilamente a que termine de convulsionar o de morir. Sólo un insensato puede celebrar haber convocado a semejante fiera a las propias pesadillas.