La cosa tiene su lado cómico, pero también –y sobre todo– su lado trágico.

Podemos sonreír, por ejemplo, ante el hecho de que la comparecencia de este martes de Carles Puigdemont lograse uno de los objetivos históricos del nacionalismo catalán: que su visión egocéntrica del mundo se corresponda con la realidad. Porque aquella tarde toda España vivió pendiente de las palabras del president. Y, cuando estas cesaron, el país entero se lanzó a debatir y analizar su significado y trascendencia. Una vez más se insinuaban las resonancias del 23-F: toda una generación, en pleno tránsito de vuelta a casa después del trabajo, vivía a través de sus móviles su particular noche de los transistores.

Fue, sin duda, una gran victoria para aquellos nacionalistas que, con insistencia rayana en lo patológico, proclaman su centralidad en la historia de la civilización humana, y halagan su vanidad con la constante aseveración de que “el mundo nos mira”. Que los circunloquios del president casaran mal con la épica de la nación oprimida que al fin se despoja del yugo colonial suponía, en realidad, una cuestión menor.

Pero la declaración del president también encarnó uno de los rasgos más preocupantes de todo este proceso: que la iniciativa siempre ha estado del lado independentista. Una impresión que quedó reforzada cuando la reacción de gobierno y PSOE consistió en poco más que en devolver la pelota a Puigdemont, preguntándole si de verdad había proclamado lo que había proclamado, y si realmente piensa incumplir la Constitución que ya ha dicho que piensa incumplir. Así, la semana que viene volveremos a sentir que la Historia nacional no pasa por el proyecto que se fragüe en la Moncloa o en el Congreso, sino por lo que decida hacer la élite independentista. Volveremos a sentir, en fin, que vivimos en el país de Puigdemont.

Solo esto ya nos debería hacer reflexionar. Que personajes como Artur Mas, Forcadell, Romeva, Junqueras, Anna Gabriel, Rufián, Tardà, los Jordis o el propio Puigdemont, pertrechados con relatos y razonamientos tan endebles como los que arman el discurso indepe, hayan llevado al límite a un país del primer mundo y de 47 millones de habitantes ya es para preocuparse. Que las élites políticas del otro lado se hayan mostrado incapaces durante al menos un lustro, no ya de frenarlos, sino de arrebatarles siquiera la iniciativa, resignándose siempre a responder a las condiciones y los términos planteados por ellos, es directamente alarmante.

Son muchos los fracasos que se están evidenciando estos días, pero uno de los más notorios es el fracaso de las élites nacionales y, sobre todo, de los mecanismos mediante los que se han formado y han sido designadas para desempeñar cargos de relevancia. Más allá de lo que termine sucediendo en Cataluña, nos debemos, como país, una reflexión muy seria acerca de esta cuestión. Los análisis de estos meses se han venido centrando en cuestiones morales y de cultura política, pero va siendo necesaria una crítica de algo tan básico como la habilidad.