La clave del discurso con el que Puigdemont respondió al mensaje de Felipe VI no fue el contenido, sino el tono. Cataluña se debate en un ambiente revolucionario, y como ha venido mostrando la Historia a lo largo de los siglos, pocas cosas causan más fascinación en las revoluciones que la humillación del soberano, se llame María Antonieta o Muamar el Gadafi.

Puigdemont ha encontrado este miércoles una nueva casilla para dar jaque al Estado. Sabía que las palabras de Felipe VI habían tenido una honda repercusión en Cataluña y, de forma particularmente peligrosa para los intereses de la causa secesionista, en sectores tradicionales del nacionalismo donde la figura del Monarca todavía infunde respeto.

El Rey había apelado a la concordia, pero sin concesiones, con esa autoridad del profesor que llega al aula, se encuentra la clase alborotada y da un puñetazo en la mesa: se acabó el recreo. Parecerá increíble, pero eso bastó para que, después de muchos años, miles y miles de catalanes se fueran a dormir el martes con la esperanza en sus corazones, lo que demuestra lo rematadamente mal que se han hecho las cosas.  

El presidente de la Generalitat tenía la oportunidad de rebatir al Rey con prudencia, guardando las distancias que existen entre un Borbón y el exdirector del Catalonia Today, pero decidió desprenderse definitivamente de los viejos calzones convergentes y vestirse de sans-culotte.

Puigdemont habló de tú a tú a Felipe VI, incluso con fanfarronería, dando lecciones: "Así no". Se permitió reconvenirle por no hacer bien su trabajo y lacusó poco menos que de ser el mamporrero de Rajoy. Quería dejar patente que el presidente de Cataluña ha dejado de ser un súbdito, y hasta puede permitirse abofetear al Monarca por televisión.

Hemos asistido al último guiño al populacho antes del desenlace, porque las autoridades de Cataluña han tomado la firme decisión de llevar el enfrentamiento a la calle, a las barricadas. Confían en parapetarse en la multitud para no tener que rendir cuentas ante la Justicia. El guión lo escribió Lope de Vega hace cuatrocientos años y lo tituló Fuenteovejuna.