El espectáculo al que asistimos en estos días se presta a múltiples valoraciones e interpretaciones. Quienes respaldan el órdago soberanista cargan las tintas contra el Estado, al que niegan su condición de Estado democrático y de derecho, y se arrogan la posesión indisputable de la voluntad popular. Los que se oponen al soberanismo lo tildan de golpista y se aferran, por encima de cualquier otra consideración, a la preeminencia de la ley que el Govern de Cataluña ha decidido ignorar e infringir. Que el independentismo catalán cuenta con un apoyo popular nada desdeñable (otra cosa es que sea suficiente para sus propósitos) resulta evidente; también lo es que con su apuesta por desconocer las leyes, y suplantarlas por otras a su medida, se ha instalado en el cenagoso terreno de la antijuridicidad.

Pero hay una evidencia más relevante, y que nos remite a una pregunta fundamental. La evidencia es que el edificio constitucional español, el sistema de normas e instituciones al que hemos encomendado la ordenación y el desarrollo de nuestra convivencia, acaba de registrar una disfunción morrocotuda: no otra cosa es que el gobierno que tiene encomendada la administración de los asuntos del 16 por ciento de la población se haya acabado situando al margen de la legalidad y exhorte a ciudadanos y autoridades a secundarlo. Y la pregunta es cuándo y cómo se propició semejante seísmo; qué o quién falló para que pudiéramos llegar a este desastre que ya lo es, aun si los mecanismos del Estado de derecho acaban finalmente controlándolo.

Entre el independentismo es lugar común cargar la culpa a la sentencia del Tribunal Constitucional que limó un Estatut aprobado por las Cortes y por los catalanes, previo recurso de inconstitucionalidad presentado por un PP que antes y después de él se ha encerrado en el inmovilismo. En muchos sectores de la opinión pública española se imputa el estropicio, sin más, al aventurerismo deshonesto, irresponsable e insolidario de los políticos catalanes nacionalistas. Ambos reproches contienen algo, o mucho, de verdad, pero probablemente no agotan la realidad oscura y amarga que emerge estos días, entre diputados que hacen numeritos con impresoras, fiscales que presentan querellas, guardias que requisan papeletas y vecinos airados que llaman cobardes o botiflers a los alcaldes que no quieren incumplir la constitución que prometieron guardar y hacer guardar.

Algo estaba apenas cogido con alfileres en la componenda a la que se llegó en 1978; una muy meritoria solución de circunstancias, pero que no ha resistido el siempre inexorable paso de los años, el afán de cada cual por llevar el agua a su molino y, en última instancia, el zapatazo de la crisis de 2008, zanjada de una manera que ha erosionado la adhesión al sistema y ha dado munición abundante a sus enemigos. La que nos ocupa era una disfunción más que anunciada. Ahora todo es emergencia.