Al pairo de los atentados en Barcelona y Cambrils una parte de la sociedad española ha descubierto, al parecer de sopetón, que la industria militar es un negocio boyante y sin escrúpulos; y claro, ha sufrido un rapto de mala conciencia porque Arabia Saudí, madrassa salafista junto a Catar, está entre nuestros mejores clientes.

A horcajadas sobre la mula ciega de los remordimientos se han coceado eslóganes poco elaborados -Vuestras guerras, nuestros muertos- pero efectivos en el trance de aligerar las conciencias y de culpabilizar a discreción al rey, a Rajoy y, por extensión, al PP y a sus casi ocho millones de votantes de la maldad musulmana (la bondad no puntúa en estos pagos).

Aún sospechando que en el furor pacifista de los últimos días opera más el aprovechamiento de una nueva ocasión para vapulear a los malos habituales que el rechazo a la venta de armas, los escrúpulos ciudadanos pueden abonar tanto el debate pendiente sobre este comercio como el relativo a las relaciones bilaterales con países donde se desprecian los derechos humanos.

Sobre la exportaciones de máquinas de guerra o defensa, los partidos y los ciudadanos deben sopesar si están dispuestos a renunciar a una industria cuya facturación ha crecido exponencialmente en los últimos años: 1.953 millones en 2012, 3.907 en 2013, 3.203 en 2.014, 3.720 en 2015 y 4.051 en 2016, según las cifras publicadas por la Secretaría de Estado de Comercio. El Kichi de Cádiz lo tiene claro y es un furibundo defensor de la realpolitik.  

No está claro que renunciar a la producción y venta de aeronaves, fragatas y artillería pesada o ligera sirva para construir un mundo más pacífico. De hecho hay quien mantiene (Escohotado, por ejemplo) que la escalada armamentística nuclear, a partir de el genocidio de Hiroshima y Nagasaki, preservó al mundo de una tercera guerra mundial en el siglo XX. Tampoco está claro que renunciar a esta industria vaya a disuadir a otros países de fabricar armas. Pero lo que resulta evidente es que este comercio, en lo que refiere al menos a la selección de clientes -si es que existe tal cosa-, debería ser totalmente transparente y estar sometida al control del Parlamento.

Por lo que refiere a las relaciones con satrapías y dictaduras, ni España ni ningún país por sí solo -nadie es una isla en sí mismo- pueden permitirse el lujo de establecer numerus clausus e imponer vetos en el escenario de las relaciones globales. Otra cosa distinta es renunciar a aprovechar los organismos internacionales para intentar que esos países clientes respeten los derechos humanos y no colaboren con el terrorismo internacional, so pena de verse abocados a la marginación. Pero de nada valdrá privarles de santabárbara si luego les dejamos el patrocinio de los clubes de fútbol.