He estado leyendo estos días los diarios de hace 20 años. De cuando la liberación de Ortega Lara. No soporto a los que se dejan engañar por la nostalgia, que jamás añoran el mundo de entonces sino que añoran la juventud de entonces, y por eso me sorprendí cuando comprobé que aquellos periódicos con los que yo crecí estaban muy bien escritos y eran un prodigio de heterodoxia. De libertad, o sea. El Mundo de 1997, por ejemplo. Tenía un diseño magnífico y sus periodistas parecían, por su escritura, conscientes de que se dirigían a una congregación de lectores informados, capaz de identificar el subtexto de un titular. Eran periódicos muy bien hechos y yo los recordaba peores. Leyendo aquellos diarios, por tanto, yo fui lo contrario de un nostálgico: aquel tiempo era, en lo periodístico, mucho mejor de lo que yo recordaba.

Algunas páginas desprendían sin embargo un tufo mohoso. En el lapso que va del 1 al 13 de julio de 1997 se produce el despertar cívico de la sociedad vasca. El día 1 vimos salir a Ortega Lara como un alma en pena de la tumba en la que lo habían enterrado en Mondragón y la tarde del 12 ETA escupió el cadáver de Miguel Ángel Blanco en un descampado de Lasarte. Hasta esa sádica exhibición del horror sólo un puñado de temerarios se habían atrevido a ejercer a cara descubierta en pueblos de atmósfera asfixiante la tarea del héroe, que es decir “basta ya”. Por eso es tan aleccionador leer los periódicos de aquellos trece días que hace veinte años conmocionaron a un país insensibilizado.

Proliferaba en las páginas de opinión de los periódicos una izquierda cuya forma de condenar los crímenes de ETA consistía en lamentar que semejantes atrocidades no beneficiaran en nada a los objetivos de la izquierda abertzale. Como si lo peor de un secuestro no fuera el separar a un padre de sus hijos, o a un ser de su humanidad, sino a ETA de sus objetivos. Era una condena operativa y no moral, una gangrena asquerosamente frecuente entonces, que empezó a remitir en aquel lapso horrendo y que aún hoy, dos décadas después, todavía no se ha extinguido.

El origen de la necrosis es una ilusión. Creían que el asesinato o el secuestro eran sólo un atajo indeseable en el camino hacía el paraíso revolucionario. Creían que ETA era una fuerza brutal pero democratizadora. Da igual que la víctima fuera Carrero Blanco, el presidente de una dictadura, o un sencillo concejal de un partido democrático. El paraíso etarra era el zulo de Ortega Lara, donde soñaban con recluir al pueblo vasco. El zulo no era el medio sino el fin. La concreción material de un programa político. Por eso cada víctima de ETA, fuera cual fuera su biografía, merece homenaje, porque todas lo han sido de un proyecto totalitario.

El hechizo se rompió durante aquellos trece días de julio de hace veinte años. La pasada semana Carlos Alsina lo rememoró en Onda Cero en uno de los programas de radio más emocionantes que recuerdo. El día 2 de julio de 1997 El Mundo informaba de la liberación de Ortega Lara. En la misma portada destacaba unas declaraciones de Floren Aoiz, miembro de la dirección de Herri Batasuna: “Tras la borrachera policial, viene la resaca”. Diez días después tres terroristas de ETA abandonaban en un descampado a Miguel Ángel Blanco todavía con vida con dos disparos en la cabeza. La resaca.