Acabo de leer en El País un texto soberbio sobre los últimos años de Goytisolo que abre de nuevo la reflexión sobre si cuando se juzga a un escritor hay que tener en cuenta a la persona. No estoy segura de que sea buena idea. A veces es preferible obviar cualquier detalle para valorar una obra: en mi caso, si simpatizo con el autor puedo caer en la debilidad de añadir unos gramos de calidad a una obra.

Tengo, qué le vamos a hacer, mi particular síndrome de Estocolmo. Sin embargo, admito que el conocer las circunstancias en las que se escribió un libro pueden ayudar en mucho a su comprensión: si el lector de La tierra baldía, de T. S. Elliot, sabe que su autor la redactó tras enterarse de que era estéril, tendrá otra visión de la obra. Y el inmenso Poema de los dones, de Jorge Luis Borges, no se comprende en toda su belleza si se ignora que el argentino lo compuso tras perder la vista.

Hace tres años asistí a la entrega del Cervantes a Juan Goytisolo, y escribí un duro artículo sobre la actitud del premiado, de una desgana y una displicencia que rayaban en el pasotismo, cuando no en la pura grosería. Ahora sé que Goytisolo, cuya literatura venero desde que leí sus primeros textos, acudió a Alcalá de Henares acuciado por la desesperación económica, lanzado de bruces sobre el dilema moral de rechazar un premio que despreciaba o aceptarlo para hacerse con su montante económico.

Cuando recogió el Cervantes, Goytisolo era un hombre enfermo, arruinado y víctima de una profunda depresión. Admito que cuando vi a aquel anciano desabrido mirando casi con asco a quienes habíamos acudido a profesarle nuestra admiración y nuestro aplauso, sentí algo muy parecido a la rabia. Ahora sólo experimento piedad hacia lo que tuvo que ser una suerte de agonía personal, una tortura ética.

Cada uno tiene su manera de vivir el dolor. Lo pensaba el sábado mientras saludaba al padre de Ignacio Echeverría, y me dejaba contagiar por su dulzura y su serenidad en el instante del desgarro. No puede haber nadie en la Tierra más desolado que el padre a quien le ha sido arrebatado su hijo de una manera tan cruel y tan absurda

El hombre al que abracé no tenía ya ninguna preocupación mundana: su Ignacio había muerto asesinado. Y sin embargo, daba las gracias a través de las lágrimas a quienes intentábamos consolarle en su pena. Qué raro es este mundo. Qué insondable el misterio de la tristeza humana.