Fue una de las fotos más celebradas de los últimos días: las esposas de nueve líderes mundiales posaban con motivo de la cumbre de la OTAN en Bruselas. Con ellas, sonriente, el marido del primer ministro de Luxemburgo. La incorporación al grupo del simpático esposo de Xavier Bettel ha querido verse como síntoma de normalidad, pero yo prefiero estudiar la foto desde fuera, y no me gusta.

¿Qué hacen estas personas, me da igual que sean hombres o mujeres, mientras su otra mitad trabaja? ¿Es necesario de verdad que quienes mandan mucho viajen acompañados a las citas de alta política? ¿Aporta algo que se nos recuerde que la pareja de un líder es normalmente un puro apéndice decorativo con tiempo para seguirle por el mundo adelante? ¿Se atreverá algún día el cónyuge de un primer ministro o un jefe de Estado a continuar su carrera profesional, de la misma forma que sus hijos siguen con sus vidas cuando el padre llega a la cúspide del poder? ¿Por qué hemos de dar por hecho que un prócer tiene que reclamar a su compañera (o compañero) que olvide su vida y se convierta en una pieza del equipaje?

No estoy hablando de ser acompañante en una cena de gala, un almuerzo formal, una visita concreta, sino de que un pequeño ejército de primeras damas o lo que quiera que sean las parejas de los líderes mundiales, ocupen el tiempo en actividades de diplomacia soft y forzada amistad con sus homólogas de otros países.

En los años ochenta eran frecuentes las imágenes de Nancy Reagan y Raisa Gorvachov cogidas del brazo y tomando juntas té y galletitas. Parecían las mejores amigas del mundo, pero todo era una pamplina: en realidad se detestaban. De ser por ellas, la Guerra Fría hubiese continuado eternamente. Entre Reagan y Gorbachov había fraguado una línea de simpatía, nacida seguramente de un cierto respeto tras conocer el valor del trabajo mutuo. Pero a aquellas dos mujeres no las unía nada más que una humana pulsión de rechazo que quería maquillarse con poses más falsas que un duro de madera.

Demos un paso adelante: que los políticos –ellos y ellas– hagan sus trabajos, y sus cónyuges –ellas y ellos– hagan el suyo. Que esta vez un hombre se haya incorporado a la foto oficial no cambia nada. Esto no se arregla con poner de florero a más señores, sino cortando por lo sano con la pamema del acompañante en un viaje oficial y reivindicando un espacio propio para aquellos que comparten su vida con alguien que manda.