Estoy haciéndome mayor. Es lo primero que he pensado cuando he visto la fecha en el calendario. Vaya por Dios. Lo malo de eso es que no tiene solución y la que tiene no me gusta. Mejor crecer, sin duda alguna. Pero andaba marcando la visita del médico en rojo, cuando he visto que hoy hace veinte años que entré a trabajar en Canal 9. Antes hubo prensa y radio local, que uno tiene su edad, pero aquel día de primavera en el que bajé la rampa hacia el desmedido edificio de hormigón de Televisión Valenciana marcó un antes y un después. Entraba en “la tele”.

Voy a decir una cosa y no es que me ciegue la pasión: la solemnidad y la ilusión efervescente de aquel día no se ha vuelto a repetir en otros platós con decorados más caros y mejor iluminados. Bien es cierto que entraba con veintitantos años y a esas edades uno se ciega con cualquier espumillón, pero fue aquel mayo del 97 fue mítico como dicen los chavales de hoy.

Al poco estaba haciendo reportajes de tiburones, señoras del Cabañal y talleres de fallas. Y sí, videos del calor con mucho bikini, que es lo que le pone cachondo a un editor de informativos, y mucho turista en terraza comiendo paella y helado de limón. Eso no ha cambiado. Tampoco es que los noticieros sean los documentales de la 2. Y ni falta que les hace, que con un poco de azúcar esa píldora que os dan, esa píldora que os dan... pasará mejor. Lo recuerdo así, que es lo que tiene la memoria adulterada.

Superados aquellos inicios de ilusión y espejismo, la tele mutó en trabajo. Qué suerte. Luego se convirtió en matrimonio, en una relación estable, un lugar en el que uno se movía cómodo por los platós y tranquilo por los pasillos. Si por mi padre fuera, me hubiera quedado más tiempo. Pero hay que reconciliarse con otros escenarios, los cambios son higiénicos.

Cuando salíamos de aquella redacción de informativos de fin de semana de 1997, nos íbamos a la Malva-rosa, a cenar al fresco y comentar hazañas entre reporteros primerizos. Nos quejábamos del jefe como buenos compañeros y brindábamos por el futuro. “El día de mañana”, decíamos. Ay. El día de mañana es hoy. Hoy precisamente, que tengo visita en el médico para una cosita digestiva. Veinte años no es nada. Nada para el tango, porque para la salud son un lastre.

Si los artículos tuvieran banda sonora, ahora mismo estaría oyendo las risas de aquel equipo y las olas del mar rompiendo en la orilla. Y cómo, también, en una de esas noches, un tipo con máscara vino gateando a donde estábamos mirando la luna de Valencia y nos robó las mochilas. “Y ahora, ¿cómo volvemos?”. Resultado periodístico de hace veinte años: “De esto, amigos, hacemos un reportaje, que no sea por no informar”. Va por ellos. Sentir que es un soplo la vida, errante en las sombras te busca y te nombra. Vivir.