Acabo de regresar de mi particular día del libro. Leí El Quijote en el Círculo de Bellas Artes (dos mil personas lo hicieron antes que yo), visité la exposición de Max Aub en la sede del Cervantes milagrosamente montada en cuarenta días por su director, Juan Manuel Bonet (qué emoción ver una pequeña cola esperando a entrar en el bello edificio de las Cariátides )… y, por supuesto, compré libros. Para mí, Llamadme Alejandra, de Espido Freire; Tiene que ser aquí, de Maggie O´Farrell y Clarissa, de Stephan Zweig. Para regalar, Como los pájaros aman el aire, de Martín Casariego, y El domingo de las madres, de Graham Swift.

En la librería, la fecha señalada obra el milagro y los lectores se enzarzan con desconocidos en conversaciones amables. Se intercambian recomendaciones de libros, se recoge una rosa de regalo. Fuera, la primavera madrileña colabora en la buena marcha del día. Ha sido una semana inolvidable, con la entrega del Premio Cervantes en Alcalá de Henares a ese prodigio de persona que es Eduardo Mendoza, el almuerzo en el Palacio Real y el punto canalla de la noche de los libros que sacó a la calle a miles de personas: celebramos a Mendoza como se celebraría a una estrella del rock.

Modestamente, en el Congreso también tuvimos nuestra conmemoración de Cervantes: se inauguró una exposición de Quijotes propiedad de la biblioteca enriquecida con más de treinta ejemplares en distintas lenguas que enviaron distintas legaciones diplomáticas. Fue el día diecinueve de abril. Presidía, como corresponde, Ana Pastor. Veinte embajadores acudieron a un acto sobrio, sencillo y brillante en el que intervino Darío Villanueva, director de la RAE. Asistieron los portavoces de Cultura de los cuatro grandes partidos, en feliz concordia durante un buen rato gracias a la sombra protectora de don Alonso Quijano.

Se habló de libros, de editores, de traductores, de la eterna influencia de Cervantes en toda la literatura del mundo. El Congreso, que últimamente anda revuelto, gozó por un par de horas de la paz de una biblioteca. Es una pena que los medios de comunicación, tan prestos a hablar de exabruptos en el Hemiciclo y crispaciones varias, apenas prestasen atención a un hecho tan insólito como hermoso: que hombres y mujeres de veinte nacionalidades distintas se habían citado en la sede de la Cámara Baja para pasar una mañana hablando de letras.