Decir que la nostalgia es una de las emociones fundamentales de la política contemporánea ya es un lugar común. No hay ni que apoyar la afirmación en citas de filósofos búlgaros o de pensadores ingleses; nos basta con poner el telediario. Desde el "Make America Great Again" hasta el procés o el recuerdo de los “Treinta Gloriosos”, millones de personas se están movilizando en base a pasados lejanos e idealizados, presuntamente mejores que el marasmo del presente. Pero esta visibilidad de las grandes nostalgias hace que pasen inadvertidas otras más modestas que también desempeñan un papel en nuestro debate público. Micronostalgias, en fin, como las que estructuran los proyectos del PP y del PSOE.

Es difícil no sentir, por ejemplo, que el proyecto del rajoyismo sigue basándose en una nostalgia del mundo pre-2008: el orden anterior a la crisis económica. Ese mundo en el que España crecía, en el que la gente encontraba trabajo, en el que podías planificar tu vida sin que te molestase el ruido de afuera. Ese mundo -según sigue el relato- anterior a que le llegara la factura a los países que habían hecho mal las cosas; el mundo en el que Zapatero aún no había dilapidado la herencia de Aznar.

El atractivo del PP de Rajoy ha pasado siempre por prometer un regreso a ese mundo, y por utilizarlo a la vez como forma de legitimar sus peores vicios. Porque aquel mundo tan estable, ¿no era también el mundo en el que la gente no dimitía si la imputaban? ¿No es este discurso de tolerancia cero con la corrupción un producto de estos últimos años tan desagradables, tan chillones? Rita Barberá, la Infanta Cristina, ¿no son los mártires de esta etapa tan acelerada, tan proclive a las penas de telediario? ¿No deberíamos tratar al presidente de Murcia según las reglas de juego de los años en que todo iba bien, y no de aquellos en que todo iba mal? Así, la nostalgia de los votantes se junta con la mayor habilidad y el mayor interés de Rajoy: dar gato por liebre, pretender que la salvación de España pasa por la salvación de los suyos.

Si la nostalgia del PP y sus altavoces mediáticos es interesada, la del PSOE es autodestructiva. Que el futuro de ese partido dependa de la pugna entre Susana Díaz y Pedro Sánchez muestra que en realidad se debate entre dos nostalgias: la del felipismo (¿recuerdas cuando mandábamos?) y la del zapaterismo (¿recuerdas cuando molábamos? ¿Cuando arrasábamos en Cataluña? ¿Cuando nadie nos decía que no éramos de izquierdas?).

La nostalgia que encabeza Susana Díaz es perezosa y autocomplaciente -¿de verdad creen que en la España de 2017 se puede ganar igual que en la de 1982?-; la que subyace a la candidatura de Sánchez a veces raya en lo delirante. Porque no es solo que el proyecto del líder defenestrado engarce con lo peor de la cultura del PSOE: esa predisposición a dar lo que sea a quien sea con tal de echar al PP. No es solo que el proyecto sanchista pase por diluir cualquier especificidad del partido, cualquier significado autónomo del socialismo, y convertir al PSOE en un mero compañero de viaje de Podemos y los nacionalistas. Es que, además, el objeto de esa nostalgia es un político que hace año y medio dejaba fríos a los mismos que ahora lo presentan como un gran líder. Operación nostálgica, al fin: pretender que el pasado fue lo que no fue.

El PSOE es, así, el mejor ejemplo de que la miopía nostálgica perpetúa los problemas en vez de resolverlos. Porque si tu gran debate estriba entre Susana Díaz y Pedro Sánchez, puede que lo tuyo no sea una crisis de proyecto. Más bien puede que tengas un serio problema de selección de élites.