Le temblaba la voz y los labios. Tal vez era por el frío que nos congelaba a todos en Trocadero. Me pidió una foto “para su madre” con la timidez de un niño perdido entre la multitud. Nos hicimos varios selfies y alguno salió bien. Un tipo de cuarenta y seis y un chico de veinte. Qué se puede pedir. ¿Salir bien?

Le dije que había quedado con un amigo y que estaba esperando. “Hago tiempo”, dije, como si pudiera hacerse... Me preguntó si podía quedarse un rato conmigo mientras llegaba mi amigo. “Si no te importa”, subrayó. Le dije que sí y allí nos quedamos, en medio de un grupo de turistas, futbolistas y japoneses que hacían fotos a la Torre Eiffel.

El frío fue desapareciendo a medida que íbamos hablando.

Es uno de esos chicos que han salido de España para buscarse la vida, comparte piso en un barrio modesto con cuatro desconocidos, tiene ganas de vida, de vivirla y –la única ventaja, invisible- todos los años por delante. Ordene usted, lector, estos datos como quiera.

Marc es cocinero. Se acaba de comprar sus cuchillos -tal y como dictan las normas de los restaurantes, cada maestro con sus armas- porque ha conseguido trabajo en un restaurante de Saint Germain. Podría ser el inicio de una novela, incluso el paralelismo de Un viaje de diez metros de Richard Morais.

Marc Guiverneau, recuerdo bien su apellido, es de Tarragona, anda paseando por la ciudad con un libro bajo el brazo y no tiene redes sociales, ni las usa ni las quiere. Tampoco tiene internet. Cuando lo necesita busca una hamburguesería y contesta el correo. Pertenece a esa nueva generación ya han etiquetado como los "desconectados". Suena raro, pero me gusta. Prefiere mirar a la gente, sentarse en los bancos a leer (me dijo que estaba con uno de robos de obras de arte, “siempre tan glamourosos” apostilló) y disfruta de las conversaciones que surgen “en un banco del Sena con desconocidos o… ahora”. Sonreí.

A Marc le gusta caminar, elegir la parada de metro por lo que le sugiere el nombre y dejarse llevar para conocer París; cuando se cansa, vuelve a su habitación. A un cuarto donde tampoco hay televisor y todos se hablan antes de irse a dormir. Hablan.

“Mañana será mi primer día de trabajo en el restaurante”, me dijo sonriendo y con los ojos esplendentes. “Suerte, de verdad, mucha suerte”, le deseé con la Torre como testigo. Y Madame Eiffel sabe que lo decía desde el corazón frente a sus veinte años.

Al verse cómodo en medio del frío parisino, también me contó un rosario de dificultades que ha tenido en esta ciudad. Hostil, París es muy bella y muy hostil. Ya. Lo sé. ¡Y!, me reta. ¿Y? Dije yo. "Acabé llorando en la embajada, todo son problemas en París, pero… (insertar sonrisa, su sonrisa, después la mía por contagio)".

No creo que lea este artículo, pero si lo lee espero que llegue a ser un gran cocinero, que triunfe a lo grande, que sume todas las estrellas Michelin, que recuerde estos años de frío y paseos sin wifi y con libro bajo el brazo como los mejores de su vida. París era una fiesta, ¿no, Hemingway? En aquel París donde el hambre no impedía que se pudiese ser feliz, lo poco generaba satisfacción y una alegría que los ricos desconocen según decías. Qué difícil saber que eso puede ser cierto cuando se padece. Pero, hay que ganar la partida a todas esas incomodidades. Ganarle al sueño y a los sueños. Ganarle a Hemingway, incluso.

Marc Guiverneau que me lees. Todos los Marc Guiverneau del mundo que andáis con los ojos llenos de vida y los bolsillos cargados de calderilla: a por todas. La vida ya está en marcha, ganadla.

Y tú, Chef Marc, ve preparando el boeuf bourguignon para cuando un señor de gafas, entradas y barba canosa se te acerque y te diga: ¿recuerdas aquella tarde en Trocadero? Has ganado.