Es completamente falso que existan argumentos sólidos para calificar de congreso a la búlgara el Concilio Ciudadano Segundo que ha celebrado este pasado fin de semana el partido naranja. Para merecer semejante calificativo, el líder debería haber obtenido un apoyo a su gestión de al menos el 99 por ciento de los compromisarios, cuando la realidad es que Albert Rivera tan solo alcanzó el 97.

Donde sí emuló a Todor Zhikov, presidente de Bulgaria entre 1962 y 1989 y también invencible secretario general del Partido Comunista durante 35 años, fue en la elección del Consejo General. Aquí el búlgaro fue total: 125 de 125. Y los 125 de Albert Rivera; todos inquebrantables, todos afines, todos pisando por donde pisa el guía. No hubo lugar para la oposición, para la discrepancia, para la diferencia por mínima que esta fuera. El rodillo aplastó a quienes dudaron del pensamiento único, a quienes creyeron que podían cavilar por su cuenta y no perecer en el intento.

Rivera ha perdido una gran oportunidad para demostrar, como ha venido predicando abiertamente, que su partido no es como los demás. Ha fracasado estrepitosamente porque ha confirmado que por desgracia es como todos… e incluso un poco más. Y resulta especialmente dolorosa y desoladora esta demostración de fuerza cuando procede de un hombre que no la necesitaba, que es líder indiscutible e indiscutido de su partido y al que nadie cuestiona ni su autoridad ni su dirección; un político que, además, había enarbolado bien alta la bandera del cambio a la hora de entender el quehacer político, el respeto a las minorías y la necesidad desde un punto de vista democrático de sumar a aquellos que no piensan como uno.

Resulta inexplicable que a Albert Rivera, un político algo arrogante y soberbio si se quiere pero inteligente, brillante y con una oratoria impecable, no le resulte chirriante ese 125 de 125. Porque él debe saber que al margen de estos bendecidos por el manto papal, el pasado fin de semana se presentaron ocho valientes no oficialistas que desde su discrepancia caminaron hacia el patíbulo creyendo, ilusos ellos, que podían tener un hueco en el nuevo Consejo General de su partido. Craso error: fueron laminados reduciendo así la calidad democrática de Ciudadanos al mismo nivel que el resto de partidos que nos vienen a la memoria y a los que tanto ha vapuleado el partido naranja por comportamientos semejantes a los perpetrados este pasado fin de semana. Rivera pudo haber sido generoso y aceptar la disidencia y la diferencia en la dirección de su partido pero optó por la contundencia y por la música del Prietas las filas, recias, marciales...

Y resulta altamente esclarecedor este olvido de los que no son como uno, primero porque no todas las sensibilidades de Ciudadanos estuvieron presentes en Coslada, después de unas primarias que ya dejaron mucho que desear; y segundo porque en el debate estrella del cónclave, el que se celebró a puerta cerrada para dirimir si había que ser liberales o socialdemócratas, ganaron los primeros ampliamente con el líder a la cabeza (75 por ciento versus 25 por ciento) pero dejaron huérfanos y condenados al ostracismo a ese uno de cada cuatro que finalmente no tiene hueco en órgano alguno de la dirección del partido.

Los 125 de Albert Rivera –al igual que los tropecientos de Rajoy o los otros tropecientos de quien acabe liderando el PSOE– me recuerda siempre, y pido perdón por la comparación y el exceso, a los 40 de Ayete, esos prohombres a los que Franco eligió como albaceas de su régimen y de su persona.