¿Cuántas veces tomaste la resolución de no volver a verme?, preguntaba Alec Harvey a Laura Jesson en Breve Encuentro. Y ella respondía: varias veces al día. No es un peliculón de los que han pasado a la historia emocional de los espectadores, pero sí es una de esas cintas que pertenecen a la Historia del Cine. Me gusta recuperarla porque –como suele pasar con las buenas historias- creo que hablan de mí. Tanto que memorizo las frases como si tuviera que decirlas en mi próxima ruptura. Lo mismo me pasó con La rosa púrpura del Cairo, estuve durante un tiempo haciendo de Tom por la calle. “De donde yo vengo las personas nunca te desilusionan, son consecuentes, siempre puedes contar con ellas”. Y Cecilia respondía: “Así no encontrarás a nadie en la vida real”. A ti, creo decía Tom para cerrar la escena. También me volvía loco con Johnny Guitar: “¿A cuántos hombres has olvidado?”. “A tantos como mujeres recuerdas tú”. “Dime que te hubieses muerto si yo no vuelvo”. “Estaría muerta si no hubieses vuelto”. La escena es perfecta. Lo explica todo. Como dicen en el sur, no se puede aguantar.

El cine es maravilloso y en cien minutos consigue que acabes mirando como miraba Joan Crawford, caminando como Patrick Swayze o mordiéndote el labio como hace siempre Meryl Streep. Todavía coquetea tímida en mi cabeza frente a Clint Eastwood cerca de los puentes. Todavía suena el violonchelo de Todas las mañanas del mundo, todavía está caliente el té de Una habitación con vistas y todavía Shirley MacLaine duda si debería ponerse rímel en El apartamento. Recuerdo la frase final de Piedras y la queja de Princesas (“El amor es que vengan a buscarte a la salida del trabajo”) o he comprado narcisos como hacía Ewan McGregor en Big Fish para regalar. Siempre pienso quién será el marido de la peluquera, recuerdo al señor Jeffries cuando abro mi ventana (indiscreta) y me dan ganas de levantarme a cantar en las cenas como si fuera la boda de mi mejor amigo.

No estoy dispuesto a ceder en este recorrido. Es el regalo que me hace el cine. Esa frase que me alimenta durante días me pertenece a la salida de la sala, cuando las pupilas vuelven a su tamaño normal y también las lágrimas. O las risas. No me han amado como en El paciente inglés, ni he tenido una cita en la planta 86 del Empire State Building, ni siquiera han tocado otra vez una canción para mi. Ni Sam, ni Rick, ni Ilsa. Pero, lo mejor, lo maravilloso del cine, es que me ha hecho soñar con la posibilidad de que sucediera. Que parezcamos héroes es cosa de las historias, y de creer en ellas. Es un sentimiento extraño que, como dice una amiga, no se puede domar.

¿Por qué escribo esto? Porque salgo de una cafetería donde desayuno todos los días y he dicho la frase de Bogart: “De todos los cafés y locales del mundo, aparece en el mío”. Ha sido inevitable. Nos hemos vuelto a ver. No ha sonado As time goes by, pero el pitido de la cafetera y el ruido de platos se han convertido en mi cabeza en la famosa partitura de Herman Hupfeld.