Las últimas cuatro o cinco veces que Alfons Quintà me llamó por teléfono no pudimos hablar porque no le cogí el teléfono. No recuerdo si estaba ocupado, si no oí la llamada o si simplemente pasé de él, aunque me inclino por esto último. Este lunes por la tarde, cuando llegó la noticia de su muerte y la de su pareja, recordé estas cuatro o cinco conversaciones que no tuve, las palabras que no llegamos a cruzar, las ideas que no pudimos intercambiarnos; tuve, lo reconozco, una pizca de remordimiento y reproche por mi mala educación al no devolverle las llamadas perdidas que inexorablemente dejaron su huella en mi móvil.

De antemano ya digo que no conocí a Alfons Quintà como para trazar un mínimo perfil íntimo del personaje. Nuestras conversaciones siempre fueron de trabajo, telefónicas en su mayoría y en persona en no más de ocho o diez ocasiones en las redacciones de El Mundo y EL ESPAÑOL. Pero cuando leí que se suicidó, no me extrañé; cuando leí que pudo haber pactado el suicido de ambos con su pareja, tampoco me extrañé; y seguí sin sorprenderme cuando me enteré de que lo más plausible según los investigadores es que hubiera asesinado a su pareja, que se quería separar de él, antes de quitarse la vida.

Al final nunca sabemos lo que pasa por la cabeza de nadie. No nos conocemos aunque nos veamos a menudo, hablemos por teléfono, trabajemos codo con codo, tomemos entrañables cafés o hagamos tertulias sobre lo divino y humano. Hoy hablas habitualmente con una persona, le coges o no le coges sus llamadas telefónicas y mañana te enteras de que se ha suicidado e incluso, como parece el caso, que antes de quitarse la vida se la ha arrebatado a otra persona. Y lo más tremendo es que no te sorprenda.

Quintà, que fue juez de distrito antes que periodista, era una persona excesiva cuya intensidad –entienda intensidad en todas las acepciones que imaginarse pueda– marcó su vida y desde luego el brutal desenlace de la misma. Una persona de la que te podías esperar todo aquello que se dijera de ella, incluso que era un suicida en potencia o en determinadas condiciones de intensidad un asesino confeso si finalmente se confirma que sus últimas palabras escritas asumían la barbarie cometida. Siempre me ha parecido doblemente cobarde el que asesina y luego se quita de en medio.

Nunca antes había conocido a alguien que acabara matando a alguien, nunca había hablado con nadie que terminara siendo un asesino. Sí que he tenido algún compañero de profesión que se apartó rápidamente de la vida y tengo algún amigo, de perfil claramente autodestructivo, que tampoco me extrañaría ni sorprendería que más pronto que tarde intentara finiquitar su existencia. Y tanto en un caso como en otro me inquieta y asusta la capacidad de aceptación que puede llegar a tener el ser humano –que puedo llegar a tener– para asumir la muerte en circunstancias extremas de determinadas personas como algo aparentemente normal y previsible.

Asumo fríamente, quizá demasiado fríamente, que son personas, Quintà es el último ejemplo, que no es que quieran morirse, es que necesitan morirse.