Hace días que una bandada de periodistas, al menos uno de cada periódico de tirada nacional, comenzó una batida en busca de un porqué. Es la misión más arriesgada que puede emprender un informador. La búsqueda del porqué casi siempre resulta un fracaso -el casi es pura prevención- y la mayoría de las veces deriva en ridículo. La cosa esta vez no devino en ridículo porque los periodistas reconocieron, de forma implícita en sus textos, que la búsqueda había sido infructuosa. Eran crónicas honestas. Empieza a ser conveniente destacarlo.

La exploración llevó a los reporteros a ignorados institutos castellanoleoneses que de un día para otro se nos habían revelado como microcolonias finlandesas en España. Finlandia es una república nórdica de apenas cinco millones y medio de habitantes que nos dio a Sibelius y que como contrapartida nos instaló en la permanente frustración por los resultados educativos de nuestros estudiantes y nos condenó a buscar por siempre las razones de nuestra mediocridad.

Dicen que los alumnos del Instituto Claudio Moyano de Zamora o del Parquesol de Valladolid han obtenido unos resultados similares a la media de los estudiantes finlandeses. ¿Será el frío? De la visita de los periodistas a estos centros milagrosos no se deduce ninguna fórmula mágica. Más bien un amasijo de vaguedades como la implicación de los padres, chicos “que vienen educados de casa” y otras cuestiones particulares que no nos permiten, como resulta consolador en estos casos, cargar todas las culpas al sistema por el desastre general. Ni siquiera podemos atribuir el fracaso a la economía porque con una inversión mucho mayor, el País Vasco ha obtenido unos resultados peores en el informe PISA que Castilla y León.

El sistema es el primer refugio al que acude el derrotado en busca de consuelo. Un opiáceo, como lo fue la pertinaz sequía o las agencias de calificación. Los análisis que voy leyendo de PISA tienden a señalar al sistema como si fuera un demiurgo que maneja todos los resortes de la educación de una persona. En una clase ocurren cientos de cosas que escapan al control del sistema. Y en casa también, claro. Reconocerlo es desolador porque nos obliga a asumir una responsabilidad.

Las crónicas desde la Castilla finlandesa nos hablan de un profesorado más exigente y mejor formado. ¿Mejor? ¿Que cuál? Siempre me ha sorprendido que el informe Pisa no evalúe también a los profesores. ¿Cómo es posible que no conozcamos el nivel de conocimiento de los transmisores de conocimiento? ¿Cómo es posible que, al igual que hacemos con los alumnos, no podamos compararlos por comunidades, provincias y municipios?

El profesor tiene una influencia decisiva en lo que ocurre dentro de un aula y como consecuencia en lo que ocurre dentro de las cabezas de los alumnos que la frecuentan. La resistencia gremial a una evaluación periódica sólo puede entenderse como un blindaje corporativo.

Hay profesores carismáticos, capaces de convencer a sus interlocutores, de interesar e incluso de emocionar, que dominan la materia que imparten y que saben explicarla. Y los hay que no. Y es probable que si aumentamos los salarios, mejoramos sus condiciones laborales -eso incluye dotarle de autoridad para mantener la disciplina en el aula- y, last but not least, fiscalizamos su competencia, los primeros terminen siendo mucho más numerosos que los segundos.

En cuanto a los padres, piensen ustedes en las familias de su entorno y comprobarán algo que resulta difícil de explicar. Los libros ejercen una especie de condicionamiento pasivo en un niño. Si crece en una casa con libros y ve a sus padres manejarlos y hablar de ellos, no serán necesarias demasiadas explicaciones para que aprenda a respetarlos. Ahí el sistema tiene muy poco que decir.

Cada dos días me encuentro por Twitter a individuos de ortografía, sintaxis y moral enferma con bíos aterradoras: “Profesor y padre”, o sea los dos pilares de la educación encarnados en un mendrugo. Son legión, o al menos a mí me lo parece. Y de ellos no nos advierte ningún informe PISA.