El otro día me tropecé con el actor en paro Carlos Olalla en el Metro de Madrid. Y me leyó un poema de José Agustín Goytisolo. Miré a derecha e izquierda para ver si se trataba de la grabación de una nueva serie en la que participaba o de una cámara oculta que en el futuro nos haría reír, pero no. No había cámaras y esto no era ficción. Me leyó un poema de José Agustín Goytisolo a mí y a todos los que íbamos en ese vagón de la línea 2 con destino a Sol. Y a continuación nos pidió una pequeña ayuda para un actor en paro.

Que se trataba de Carlos Olalla lo averigüé cuando él me lo dijo. Su cara me transportaba a la pequeña o gran pantalla y a mil historias imaginarias, pero Carlos pertenece a ese concurrido grupo de grandes actores que todo el mundo recuerda y pocos identifican. Les recomiendo que hagan lo mismo: vayan al ordenador más cercano, tecleen su nombre y verán como su cara les suena.

Se nos presentó a todos los viajeros y empezó a recitar el poema de José Agustín Goytisolo. Luego eché mano de Google y vi que no había serie televisiva española de éxito que no lo hubiera tenido en su reparto en una u otra temporada: La embajada, La sonata del silencio, El Príncipe, Cuéntame, Velvet, Víctor Ros, La que se avecina, El secreto de Puente Viejo, El tiempo entre costuras, Gran Reserva, Hospital Central, El internado, Sin tetas no hay paraíso… Y que también había trabajado en largometrajes taquilleros como Grupo 7, Lasa y Zabala o A tres metros sobre el cielo, entre otros.

“Soy Carlos Olalla, soy actor y estoy en paro”, nos dijo entre San Bernardo y Noviciado con la dignidad del que se siente portador de la buenaventura y descendiente de los viejos trovadores. Seguro de lo que hacía. Honesto. Íntegro. Sin vergüenza alguna. Con una prosa clara y rotunda. Estaba ante su papel más difícil y ante el público más exigente: ese que no compra entrada y que por lo tanto a lo peor no le interesa nada lo que va a oír. Pero no le tembló la voz ni un ápice como no le ha temblado jamás a lo largo de su vida, como no le tembló cuando decidió hace quince meses que no se volvería a subir a un escenario, ya fuera televisivo, cinematográfico o teatral, en protesta por el IVA cultural del 21%.

Luego he leído que llegó al cine por casualidad, que nació en el seno de una familia de la alta burguesía catalana, que fue director de bancos, constructoras y consultoras, y que empezó a reinventarse y ser feliz el día que con 45 años lo echaron a la calle. “Cambié una maravilla de sueldo y una mierda de trabajo por una mierda de sueldo y una maravilla de trabajo”, pensó cuando comenzó a dedicarse a lo que siempre había sido su gran pasión secreta: la interpretación. Hasta entonces fue víctima de una abultada nómina que nunca le hizo feliz: “Nadie te regala el dinero. Cuando te pagan tanta pasta es para putearte tranquilamente o para que seas tú quien putee a otros”.

Entre Santo Domingo y Ópera recuerda que hay meses que no puede pagar el alquiler y otros que le cortan el teléfono. Incluso a veces se ha visto obligado a pedir prestado a los amigos, que los tiene, o echar mano de sus escasos ahorros para tiempos difíciles. “Pero soy feliz”, continúa afirmando con su mejor cara. Ahora, dice, la profesión es un puto asco y se muere lentamente. Los castings ya no son lo que eran; ahora ya no te interrogan sobre el método, sino que contabilizan el número de followers que te siguen y en función de esto eres una estrella o una puta mierda. La profesión se muere, insiste, y apenas el ocho por ciento de los actores puede vivir exclusivamente de su trabajo en un escenario.

Unos días antes de leerme un poema de José Agustín Goytisolo en el Metro de Madrid Carlos Olalla había estado en Bilbao, en la Muestra de Cine hacia la Convivencia que organiza el Gobierno vasco, para presentar su cortometraje Express, codirigido junto a Juan Herreros y en el que se denuncian las políticas de deportación de los sin papeles que emplea España. Tampoco en esto le ha temblado la voz.

Cuando el convoy va acercándose a Sol caigo en la cuenta de que no es la primera vez que veo a alguien en el Metro cantando, pintando, saltando, bailando, follando, interpretando, haciendo juegos malabares y hasta el pinopuente. Pero sí es la primera vez que alguien que está en paro y jodido me recita No sirves para nada.

Truena entonces este actor en paro y jodido mientras las ruedas de máquina y vagones chirrían para anunciarnos que estamos llegando al final: Cuando yo era pequeño / estaba siempre triste / y mi padre decía / mirándome y moviendo / la cabeza: hijo mío / no sirves para nada /… / Vino luego la guerra / la muerte –yo la vi– / y cuando hubo pasado / y todos olvidaron / yo triste seguí oyendo: / no sirves para nada /… / En la calle, en las aulas / odiando y aprendiendo / la injusticia y sus leyes / me perseguía siempre / la misma cantinela: / no sirves para nada /… / De tristeza en tristeza / caí por los peldaños / de la vida… Y por estos peldaños de la vida sigue despeñándose feliz, muy feliz, Carlos Olalla mientras recita poemas inmensos de José Agustín Goytisolo por las entrañas del tubo de Madrid.