En qué grado de angustia y pánico incontrolado no se encontrará cierto ministro en funciones que el pasado jueves, durante la primera y fallida votación de investidura de Mariano Rajoy, le dio un empujón a una periodista que, atónita, trastabilló y a punto estuvo de perder la verticalidad en los pasillos de Congreso de los Diputados. Bien es cierto que ministro y periodista nunca han tenido una fluida relación, pero un empujón por mínimo que sea refleja, además de la escasa educación del ínclito, el grado de paranoia que le rodea. Tan sorprendente fue el hecho que hasta un bedel de la cámara se acercó a ella para preguntarle, cariacontecido, si se encontraba bien.

La periodista se encontraba y se encuentra perfectamente pero el ministro, en funciones, es evidente que no tanto. Empellones al margen, es notorio que su estado deja entrever algunos síntomas que caracterizan la paranoia de la que antes hablaba. Dos especialmente: manía persecutoria, al creer que está siendo perseguido por fuerzas incontrolables, y delirios de grandeza, por estar convencido de ser el elegido para las más altas misiones.

Manía persecutoria porque cree que el mundo está contra él, empezando por todos los periodistas, salvo los de cámara, y siguiendo por la mitad de sus compañeros de Ejecutivo, con la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría a la cabeza. Y delirios de grandeza porque está convencido de que su valía no ha sido suficientemente reconocida y que su inteligencia preclara le hacía merecedor a más elevados designios, incluido, por qué no, la presidencia del Gobierno que ostenta su todavía amigo Mariano Rajoy.

Enrique González Duro afirma en su libro La paranoia: “Los factores desencadenantes de esta enfermedad se encuentran muy activos en individuos que presentan un acusado narcisismo y que se han visto expuestos a serias frustraciones”. Y añade: “El afectado es rígido e incorregible: no tiene en cuenta las razones contrarias, sólo recoge datos o signos que le confirmen el prejuicio, para convertirlo en convicción”.

Ignoro si, además de todo lo anterior, su grado de excitación permanente y sus nervios siempre al borde de un ataque de prepotencia y estupidez son una constante habitual en su forma de ser, tienen que ver con los avatares de su carrera política o si por el contrario son la expresión de última hora del temor desaforado a verse despojado, como se vaticina, de un puesto en el próximo Consejo de Ministros.

Lo cierto es que el incidente con la periodista, al margen de reflejar el talante miserable del personaje, es un simple chunguerío si lo comparamos con la verborrea sexista que dedica habitualmente a su compañera vicepresidenta del Gobierno. Soraya Sáenz de Santamaría es, sin duda, no solamente la diana de sus furibundos ataques sino también el rigor de todas sus desdichas.

Durante la misma sesión de investidura de la pasada semana, el ministro no se cortó a la hora de dirigirse a determinados periodistas recriminándoles por hacer caso a las fuentes “mínimas” de Moncloa que les estaban intoxicando contra él. En otras ocasiones ha utilizado la palabra “menina” –se congratula de haber sido el padre de la expresión– o simplemente “enana” para referirse a la número 2 de Rajoy.

Pero lo cierto es que este sexismo latente que utiliza contra su compañera de gabinete, sus graciejas siempre machistas, sus chistes facilones y vulgares o sus risitas perdonavidas, nunca han encontrado respuesta ni entre sus compañeros de bancada -que le han dejado decir-, ni entre los periodistas que en demasiadas ocasiones le han reído las gracias sin reprocharle -ni estos ni tampoco aquellos- que descalificara a la vicepresidenta sin más base que su sexo o su altura. ¡Con la cantidad de esqueletos que ella guarda en el armario!

Estos mismos días, el comisario europeo alemán Günther Oettinger ha tenido que pedir perdón por utilizar la expresión “ojos rasgados” al referirse a los miembros de una delegación china de visita en Bruselas. “Quise utilizar un lenguaje familiar”, ha dicho, “pero no he querido faltar al respeto a China”. ¿Se imaginan ustedes a un ministro español pidiendo perdón por empujar de malas maneras pero familiarmente a una periodista o por el lenguaje tan familiar de llamar “enana” a una compañera de trabajo? Yo tampoco. Pero también me cuesta imaginar por qué un personaje así, de esta apabullante familiaridad, haya sido y siga siendo ministro de España, qué misterios insondables han mantenido ahí, hasta el último día, sus graciejas, sus chistes, sus risitas, su sexismo lacerante...

Espero que al menos estas líneas no sirvan para que el presidente del Gobierno salve otra vez a su ministro paranoico.