Cuando Canek Sánchez Guevara nació, en 1974, ya hacía siete años que su abuelo, probablemente el mayor mito del siglo XX, había muerto. Pero aún así a él lo distinguieron en La Habana como lo que sería siempre, quisiera o no: el nieto del Che.

Debe de ser difícil conciliar la vida que quieres con la que se te impone, sobre todo cuando la que te ordenan -el sentido común, la inercia y, en su caso, la Revolución-, supone una carga tan pesada e ineludible. Sánchez Guevara luchó siempre, sus únicos 40 años de vida, contra esos designios, y eligió perseguir sus propias ambiciones.

Odió y amó a Cuba, explicó en un texto autobiográfico, pero siempre criticó duramente a quien la ha tutelado durante décadas, Fidel Castro. Escapó en 1996, al morir su madre -Hilda, la hija mayor del Che-, de la cárcel intelectual y material en la que se había convertido su país.

Estos días Alfaguara edita las 33 revoluciones de Sánchez Guevara, el libro póstumo que retrata una Habana oprimida y triste, harta de sí misma; una ciudad que, con frecuencia, comparte tonalidades con Regreso a Ítaca, la fascinante novela de Leonardo Padura.

El autor, que guardaba un singular parecido físico con el combatiente argentino, nunca pudo disfrutar de su abuelo, a quien mataron -Soldadito boliviano había escrito Nicolás Guillén, y cantado Paco Ibáñez-, en La Higuera el 9 de octubre de 1967.

Resulta asombroso, o tal vez no tanto, que desde entonces la leyenda del Che Guevara no sólo se haya mantenido vigente hasta hoy, casi medio siglo después, invulnerable y romántica, sino que haya seguido creciendo.

¿Será la hermosa fotografía de Korda? ¿Será su íntima relación con la simbología mundial sobre la lucha contra las injusticias sociales? ¿Será su aura de libertador de los pueblos de América? ¿Será la concluyente combinación de heroico guerrillero y médico generoso? ¿Será la leyenda sobre cómo murió -“Párese derecho y apunte bien, que está por matar a un hombre”, dicen que dijo, al suboficial que le disparó-?

Todo el mundo tiene opinión sobre el Che. A Perón le desgarró el alma su muerte -“Era uno de los nuestros, quizá el mejor”-; el subcomandante Marcos opinaba que era un hombre que se había adelantado a su generación; Cortázar lo idolatraba -“…el absurdo y lo imposible serán un día la realidad de los hombres, el futuro por cuya conquista dio su joven, su maravillosa vida”-.

Silvio Rodríguez escribió varios homenajes musicales sobre él –Un hombre se levanta, América, te hablo de Ernesto; y lo llamó, en un escrito, un Hombre sin muerte. Neruda, como León Felipe y muchos otros, se inspiró en su figura al manejar su pluma.

Un catedrático de Literatura hispano-norteamericano que vivió su infancia en Cuba solía decir que el Che ha sido “el único hombre puro” que ha existido. En Cuba me dijeron –tras comprobar minuciosamente que nadie más oía la afirmación que se iba a hacer a continuación- que el Che era, fundamentalmente, “un comemierda asesino”.

Todo el mundo tiene, sí, su opinión. Su nieto intelectual –fotógrafo, pintor, columnista, escritor-, también la tenía. Y le agradaba la fábula del médico aventurero, y rehuía de la del severo guerrillero.

Tantos años después, aún no está claro si fue un terrorista, o un héroe. Un libertador o un verdugo. Un luchador contra la opresión, o la opresión misma. Un humanista o un asesino y, las dos cosas, “hasta la victoria”, como solía terminar sus cartas al comandante Fidel.

El Che, un día, recitó con habilidad y emoción Los heraldos negros de César Vallejo; otro, ordenó fusilamientos. “Sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”, afirmó en Naciones Unidas en 1964. “Pero eso sí: asesinatos no cometemos”, agregó.
Tal vez fuera eso, precisamente, lo que condujo primero su vida, luego su mito: el sinsentido; la contradicción; la verdad a medias, la mentira a medias. La realidad imaginada; una sólida y penetrante argumentación falsa.

Y, todo, envuelto en una sublime fotografía titulada Guerrillero Heroico, la imagen icónica de un hombre que fusilaba, pero que no asesinaba. Una leyenda universal de la que su nieto, que solo aspiraba a ser un hombre libre, siempre huyó.