Era de esperar: que la deposición del cerebro de la trama Gürtel, Francisco Correa, iba a resultar un espectáculo penoso para quienes intentan creer en el sistema democrático instituido por la Constitución de 1978, exasperante para quienes ya han perdido la fe en él y denigrante para todos, era algo que podía preverse y que no hace sino cumplir con las expectativas. Lo que no podíamos prever, en toda su extensión e intensidad, eran los detalles del oprobio, que con tan pasmoso aplomo ha ido desgranando el industrioso conseguidor y pródigo comisionista que le prestó su apellido, germanizado, a la trama criminal.

Y es que en los detalles, ya lo advirtió el gran Stendhal, está la verdad. La verdad, que pues nos amarga queremos echarla de la boca, siguiendo el consejo del viejo Quevedo, y que en curiosa paradoja se vierte sobre el banquillo de la Audiencia Nacional de labios de un acreditado y consumado tramposo. No diremos, ni pretenderemos, que en todo lo que depone en estos días Correa esté siendo escrupulosamente veraz. Cabe suponerle alguna que otra mentira piadosa para sí mismo y sus compadres, alguna veladura conveniente a sus intereses y algún subrayado excesivo encaminado a dañar a aquellos por quienes se siente agraviado. Pero el conjunto de miserias, lobregueces e infamias que ha ido exponiendo a nuestros ojos desprende un irresistible hedor de sentina verdadera. Y los comentarios que sobre su testimonio se vierten nos vienen a confirmar que fabular, fabula poco.

Cómo ponderar, qué adjetivos emplear para calificar esa conversación en la que un individuo que se ha postulado ante sus conciudadanos para representarlos como alcalde confía al rey mago Correa, con codicia pueril, que desea un Range Rover. Cómo enjuiciar el hecho de que en efecto acabó recibiendo no uno, sino dos vehículos de esa marca exclusiva, sufragados con dinero extraído de los impuestos de esos ciudadanos incautos que confiaron en el alcalde, entre los que a buen seguro más de uno había que se arañaba el bolsillo para pagar los tributos municipales mientras iba reponiendo año tras año la pegatina de la ITV en el parabrisas de su curtido y modesto utilitario.

Pero si esto subleva al más pintado, porque da la medida del ventajismo, el desprecio y la arrogancia de toda una clase dirigente que se creía invulnerable, amén de exenta de someterse a las servidumbres que imponía al resto, qué decir de las declaraciones de quienes, desde el gobierno, y con afán de continuar en él, despachan el asunto con el argumento de que era una cuestión ya sabida y en la que además incurrieron todos los partidos; esto es, que se trataba de una depredación normal. ¿Desde qué mentalidad, con qué legitimidad esperan los que fueron, si no partícipes, beneficiarios del latrocinio, que se olvide sin más tamaña falta de escrúpulos, de vergüenza, y en último extremo, viendo cómo nos vemos, de la más elemental sensatez?

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