Reducidas a escombros las posibilidades de un pacto alternativo de gobierno, merced al ahínco de los zapadores que se personaron en Ferraz el fin de semana pasado con la misión de dinamitarlo (aún sin estar ni medio claro que ese pacto existiera o pudiera llegar a existir), nos vemos al fin donde se quería: una investidura de Rajoy con la abstención del PSOE. Algunos de los dirigentes populares, llevados por el estupor de tener al fin entre las manos el codiciado botín de la inhibición socialista, forzaron esta semana la máquina para dar a entender que los del puño y la rosa debían expiar su lentitud en rendirse con una variada gama de vasallajes complementarios. En un par de días el asunto adquirió ribetes tan absurdos que el propio presidente del Gobierno en funciones, tan poco dado a intervenir para corregir un estado de cosas dado, hubo de salir a enfriar los entusiasmos de los suyos y a darle al rival doblegado algo de cuartelillo.

Ahora todo parece encaminarse hacia una entente más o menos explícita (y cabe temer que sea en buena medida opaca) entre Rajoy y Fernández, que permita a la gestora socialista poner en suerte al comité federal el toro de la abstención y con un par de capotazos pasar, tras un debate de perfil ultrabajo, a una votación parlamentaria que instale a Rajoy en el sillón del que no se levantó y devuelva por fin las aguas a su cauce.

Alguien tendrá la tentación de pensar que hecho eso, y retirados los escombros generados por el derribo del pedrismo y sus oscuras e inconfesables maniobras (no consumadas, ni siquiera probadas, pero atribuidas en virtud de una demoledora presunción de culpabilidad) no quedará más que dejar pasar el tiempo. Será éste el que lleve a estipular la dinámica de una legislatura, larga o corta, en la que el tejido de necesidades recíprocas, y las pocas ganas del PSOE de comparecer en las urnas a corto plazo, se traducirán en un razonable mantenimiento del statu quo.

En algún despacho se estará calculando el tiempo mínimo que hace falta para que se olvide el oprobio de la reyerta a navajazos en las filas socialistas, se terminen de tramitar y con suerte prescriban las causas por corrupción que el bipartidismo tiene pendientes y se enfríe o termine de perder el gas, con la ayuda inestimable de las ocurrencias de los dirigentes de Podemos, la reivindicación indignada de otra sociedad y otra administración posibles que dio en manifestarse en la primavera de 2011.

Quién sabe: quizá la estrategia sea buena y funcione, en todo o en parte, y quienes por razones tan dispares la impulsan recojan, cada uno por su lado, el rédito correspondiente. Da la sensación, sin embargo, de que los escombros llegan más allá de donde se pretende confinarlos y es algo más lo que han enterrado. Entre otras cosas, una forma de entender la izquierda y una forma de entender el país que muchos españoles tienen serias dificultades para creer vigentes. Puede que se olviden, que se les pase, que se les pueda aturdir o distraer con algo. Pero puede que no. Y algún día habrá que volver a pedirles el voto.