En sus años de alcaldesa, Rita Barberá organizaba una comida de Navidad con sus concejales y personal de confianza en un céntrico restaurante de Valencia. Al llegar los cafés, alguno sacaba una guitarra y Rita se arrancaba por rancheras. Su favorita, El rey. La letra parece hecha a su medida.

Rita ha sido la Chavela de la derecha valenciana. Un mito. Altiva. Farruca. Temperamental. Fumadora y sin remilgos a la hora de echar un trago. Excesiva. Chavela popularizó el poncho rojo y Rita los vestidos carmesí.

Un cuarto de siglo como alcaldesa absolutista da para cometer muchos errores. Si hubiera que juzgarla por los últimos años sería imposible absolverla. Permanentemente peleada con el mundo. Persiguiendo fantasmas. A la caza de periodistas incómodos. Ensoberbecida.

El tiempo ha exagerado sus defectos. Si está dispuesta a que su caso lo resuelva el Supremo es porque para ella resulta más humillante compartir tribunal con el populacho que coger los trastos y pasarse al grupo mixto.

Dicho lo cual, ni su patrimonio personal se ha incrementado ni nadie ha podido acusarla jamás de cobrar sobresueldos. Ha sido alcaldesa con Felipe González, con Aznar, con Zapatero y con Rajoy. Eso nos recuerda que hubo otra Rita, aquella que empezó abrazando niños en los barrios de izquierdas y plantando flores donde sólo había mugre. Luego soñó una ciudad a lo grande y puso a Valencia en el mapa. También en el de los cruceros de turistas.  

Tuvo poder y lo ejerció. Cumplió la estrofa de "y mi palabra es la ley". Si en uno de sus baños de multitudes los vecinos le trasladaban una queja que entendía razonable, se dirigía allí mismo al concejal competente: "Que se arregle esto. Ya". Y vaya que se arreglaba.

Se echó al PP a sus espaldas, a las duras y a las maduras. Trituró al PSOE. Pudo ser ministra de lo que hubiese querido, pero para ella era sagrado dormir en casa. No entiende que ahora todos la rehúyan como a una leprosa.

Cualquier intento de bajarla a la fuerza del escenario estaba condenado al fracaso. Ha cogido de la pechera a Rajoy para gritarle con las mayúsculas de un comunicado que no dimite y que no es nadie para darle lecciones. Es un final dramático. Ronco. Digno de una de esas rancheras de Chavela.