Se puede, sí, argumentar a favor de Rajoy: ganó -dos veces, y la segunda con contundencia-, las elecciones. Recuperó el país de una potencial quiebra económica y parece que, sin el partido que lidera, cualquier Gobierno no solo es imposible, sino que además carece de sentido. Se podría subrayar también la incongruencia que supone tacharle de rémora para el PP si ha sido con él con quien los populares han obtenido 137 escaños, o el 33,03% de los votos en la última cita electoral.

Podría argumentarse también a favor de Sánchez: no puede indultar -como él mismo afirma- los insoportables casos de corrupción que han aparecido demasiado cerca del presidente en funciones. Además, cabría argüir que si el líder socialista posibilitara el Gobierno de Rajoy, ¿cómo podría después criticarlo? Y, más específicamente, ¿en qué extraña posición se quedaría para liderar la oposición?

También es posible defender a Rivera. Firmó, con todo fervor y entrega, con la izquierda en la penúltima legislatura fallida. Firmó también, con un entusiasmo que ni sus reservas hacia Rajoy disimulaban, con la derecha en la última. Pocos mandatarios políticos tienen su cintura, ninguno su habilidad. Aunque sea cierto que, en ambos casos, su volatilidad política se haya mostrado, finalmente, inútil o, cuando menos, ineficaz.

Incluso, con mayor esfuerzo, se podría argumentar también a favor de Iglesias: su discurso cada vez más atrevido, y también más áspero, ha terminado por agitar a todos, y ha contribuido singularmente a que se tambalee el escenario político provocando, al menos, alguna lejana pero refrescante sensación regeneracionista.

Pero, sin embargo, a pesar de que cada uno de los cuatro grandes líderes nacionales se ampara en sus razones, ésas en las que basan su propia credibilidad política y también sus ambiciones personales, no resulta plausible argumentar, ni mínimamente, a favor de todos ellos en conjunto. Más bien al revés: la incompetencia que han mostrado en estos 259 días que llevamos sin Gobierno invita a pensar que en absoluto saben cómo hacer la parte más esencial de su trabajo: respetar la decisión del electorado.
Todo parece indicar que nos llamarán de nuevo para volver a votar. Como si fuéramos tontos, obligándonos a cambiar el sentido de nuestro voto para que sirva de algo, como si fuera nuestra responsabilidad que ellos no sepan entenderse.

“El que no se atreve a ser inteligente se hace político”, escribió Enrique Jardiel Poncela. Nuestros cobardes, con su monumental bloqueo institucional, no hacen otra cosa que perjudicar a los ciudadanos. A esos mismos a los que les volverán a reclamar, y van tres veces, su confianza.

Aristóteles dijo que no hacía falta un Gobierno perfecto, sino uno práctico. En nuestro caso, ni siquiera lo necesitamos práctico. Con tener uno cualquiera ya sería, al menos, un comienzo.

Una vez logrado habría que establecer nuevas normas, unas que impidan que, tras unos comicios, sigamos navegando aguas que no conduzcan a ningún lugar; una segunda vuelta electoral, como ocurre en el sistema francés, podría ser una de ellas.

Pero lo que parece óptimo es cambiarlos a todos. A todos los que nos han metido en este insubstancial lugar que hace que el país, absorto en su prodigiosa inmovilidad, funcione -si es que lo hace- al ralentí.